¿Cómo afecta vivir de prisa? | Gaby Vargas

¿Cómo afecta vivir de prisa?

He estado en esa posición, por lo que no soy la adecuada para juzgar. Cualquiera que tenga un teléfono celular inteligente y un buzón lleno de correos electrónicos por contestar, sabe lo fácil que es vivir ocupado sin estar consciente de que se está vivo.
Como parte de una sociedad en la que vales por lo que tienes, hemos contraído un síndrome que se llama adicción al éxito.
Los síntomas los presentamos todos, o casi todos, en mayor o menor grado. Es fácil sentir la presión de tener que estar un paso adelante. Por eso, tenemos una prisa constante. Si vamos manejando tenemos que llegar rápido, entonces aceleramos en el instante en que el semáforo cambia a verde, para toparnos con conductores lentos, con elevadores lentos, con computadoras lentas y hasta con cafeteras lentas que despiertan en nosotros un instinto asesino.

Una de las consecuencias de la adicción al éxito es ser impacientes hasta con nosotros mismos. Pasamos días enteros con los ojos fijos en las pantallas de los dispositivos, sin detenernos un instante a respirar, a observar el cielo, las plantas a nuestro alrededor o escuchar al pájaro que canta. ¡Vaya! Si alguien habla con lentitud o tarda en expresar una idea, rematamos la frase, o bien, nos desconectamos de lo que dice. Así, seguimos y seguimos en la carrera para dejar pedacitos de alma repartidos en todos lados hasta quedarnos vacíos.
Por supuesto, lo anterior va acompañado de una salud desatendida, unas relaciones deterioradas, sin mencionar los achaques que generan en el cuerpo los altos niveles de cortisol. La pregunta es: ¿Hasta dónde y hasta cuándo el éxito es importante? Porque lo que en realidad valoramos no está en sincronía con el tipo de vida que llevamos.
Es urgente recuperar el ritmo de playa. Pensemos en la cadencia de los pasos para caminar sobre la arena y el ritmo de las palabras al hablar de las personas que viven junto al mar. A los turistas al principio nos desespera, pero pasados un par de días comenzamos a imitarlos y terminamos adoptando. El verdadero avance lo logramos no al vivir más rápido, sin al vivir mejor. Ese ritmo de playa nos evita quedarnos solo en el barniz de la vida y nos lleva a enriquecer la experiencia, las conversaciones y las relaciones.

La paradoja de la velocidad es que no necesariamente nos lleva al éxito. Hay ocasiones en que conviene ir “rápido”, mas no siempre. Por ejemplo, los mejores músicos no son aquellos que pueden tocar sus instrumentos más rápido; como tampoco los mejores actores son aquellos que dicen sus líneas con más velocidad; ni la mejor de las amistades se desarrolla de un día para otro. Se requiere paciencia.
La paciencia es conciencia. Conciencia de saber cuándo es necesario meter el acelerador y cuándo frenar. Frenar nos lleva a afinar el enfoque, a tomar mejores decisiones, a distinguir entre información y sabiduría y a ser más perceptivos. Es un hecho que detenernos para reducir el paso nos ayuda a ir más rápido.
Y el nivel de conciencia que elijamos tener en cada momento del día determina la calidad de nuestra experiencia en el mundo. De ahí que recuperar el ritmo de playa es importante. Nos lleva a saborear el momento, nos vuelve más receptivos, más presentes, más humanos; nos enseña a darle la bienvenida al instante. Y, sobre todo, a agradecer y a disfrutar lo que ya tenemos.
Un cambio de ritmo, desacelerar, nos lleva a dimensionar nuestra adicción al éxito, a recordar nuestros verdaderos objetivos y a distinguir con claridad las prioridades.
A ritmo de playa...así deseo vivir.

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