dios vive aquí | Gaby Vargas

dios vive aquí

Tuve dudas sobre ir a la cabalgata o no. La idea de revivir el pasado me resultaba dolorosa. Hacía tiempo que, por la pandemia y por los dos años en los que estuvimos entre hospitales, no montaba un caballo. Periodo durante el cual, la “Huaracha”, la yegua fiel que por años monté, fue regalada por viejita. Así que tampoco tenía la tranquilidad de lo familiar.

 

Al mismo tiempo, probarme a mí misma y tener el gusto por estar entre amigos, en el bosque, para disfrutar lo que Pablo más amaba, me tiraba de la camisa.

 

Llegué temprano al rancho desde donde saldríamos. Y me encontré con Israel, quien me llevaba un caballo que me pareció conocido:

 

—¿Cómo se llama? —le pregunté.

—Épsilon —me respondió.

—¿Que no es aquel en el que me caí antes de la pandemia, la única vez que lo monté?

–Sí, éste es, señora —me contestó.

—Ah caray —expresé, viendo al caballerango, quien no parpadeó. No había de otra.

La vida me presentaba la oportunidad de rechazar al caballo o de reivindicarme con él y la experiencia. Finalmente, la torpeza había sido mía, no del caballo.

 

Así que lo acaricié, le hablé con tranquilidad, al mismo tiempo que trataba de calmarme, sabiendo lo sensibles que son los caballos a nuestras emociones. Recorrí cada parte de su cuerpo con las manos, vientre, patas, lomo, cuello, hasta las orejas, como nos enseñó alguna vez un profesor. “Nunca te subas a un caballo sin que primero se haya familiarizado contigo”, nos dijo.

 

Nos reunimos los 70 jinetes con sus caballos en el punto de salida y, con mariposas en el estómago, en compañía de Eta, iniciamos la cabalgata. Bajadas lodosas e irregulares fueron lo que encontramos al inicio. Una vez que pasó la parte difícil, llegamos al bosque más hermoso, cruzado por un río de buen caudal. El sonido del agua, lo variado de los tonos verdes, la altura centenaria de los árboles, el aire fresco y la cadencia de los pasos del caballo a un ritmo sincrónico plic, plac, plic, plac, nos llevó al silencio y a la reflexión. “Sin duda, Dios vive aquí, –pensé–. Mira qué divino bosque, gordo –comentaba en mi interior, sabiendo que también Pablo lo disfrutaba.” Y juntos entramos en armonía con la existencia.

 

Me di cuenta de que en el campo, como en la vida, siempre habrá periodos de avance y retroceso, subidas y bajadas. Nos corresponde fluir, así como comprender que hay que aprender a trotar con ellos, mejor si es de buena gana. Los acontecimientos y las preocupaciones nos sacan de ritmo. Entrar en conflicto o discutir la realidad equivale a sufrir. Sin embargo, también me percaté de que se requiere tiempo, presencia y atención para disfrutar la belleza. Pudimos haber atravesado la majestuosidad del bosque sumidas en la tristeza que provoca la ausencia, absortas en pensamientos sobre el pasado o el futuro, sin apreciar el entorno. El disfrute es una invitación que la vida nos hace llegar de manera constante. Cada cual decide aceptarla o no. Es así que creamos nuestra propia experiencia, nuestro propio mundo y nuestra propia vida. No es responsabilidad de nadie más que nuestra.

 

A las dos horas y media, los 70 jinetes desmontamos para compartir una botana que otro amigo generosamente ofreció. La alegría y el gusto de todos por compartir un interés común crea una energía cálida que, finalmente, es el pegamento que nos une. Al término de la cabalgata y la comida, regresamos a casa de Eta, cansadas, pero con una enorme sonrisa y gratitud. Dios no sólo vive en el bosque, sino en el corazón de los amigos que te dan la mano cuando la necesitas.

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