la casa de huéspedes | Gaby Vargas

la casa de huéspedes

El ser humano es una casa de huéspedes.

Cada mañana, una nueva visita.

Un gozo, una tristeza, una maldad,

una cierta conciencia también como un invitado inesperado.

¡Dales la bienvenida y recíbelos a todos!

Aun si son un tumulto de lamentos,

que de manera violenta barren tu casa,

te despojan de tus muebles.

Aun así, trata a cada huésped con honor.

Quizá te esté ayudando a crear espacio para un nuevo deleite.

Al pensamiento oscuro, a la vergüenza, a la malicia

recíbelos en la puerta riendo e invítalos a entrar.

Sé agradecido con cualquiera que venga, porque cada uno ha sido enviado como un guía del más allá.

Rumi

 

 

Decimos ser buenos anfitriones, cuando lo cierto es que en nuestra casa interna la mayoría está muy lejos de honrar a los huéspedes inesperados, entre los que se incluyen las emociones. Nos defendemos de ellas, a pesar de ser inevitables.

 

La falta de sueño, la mandíbula apretada, los hombros y el cuello contraídos se presentan. El nudo en la garganta, el agujero en el estómago y la presión en el pecho nos saludan. Esa sensación “chistosa” que queda en el vientre al término de una conversación incómoda les acompaña. Y todos molestan, incomodan y estorban.

 

Esas visitas ilógicas, misteriosas y profundas que llegan sin aviso, como lo dice Rumi, el poeta persa del siglo xiii, en su hermoso poema, quieren hablar, decirnos algo. Se manifiestan como una energía que a veces presiona al corazón y otras tantas lo libera, aunque en nuestra agenda del día no hay espacio para ellas y por lo general las reprimimos. Tenemos tiempo para revisar todas las redes sociales, leer o escuchar las noticias, tiempo para el trabajo, para una vida social, para divertirnos, pero, ¿tiempo para sentir las emociones? Muy poco o ninguno. “¡Qué incomodidad y como para qué?”, nos justificamos.

 

Se nos dificulta comprender que no se trata de tener en la agenda un espacio para las emociones, sino que las emociones son la agenda. Pelearnos con la realidad es una batalla perdida de antemano. Cuando no reconocemos los sentimientos, vivimos desintegrados. Además, tarde o temprano buscan salida: o nos enfermamos o un día explotamos de la nada, como un volcán, en el momento y con la persona menos indicados.

 

Desde el momento en que calificamos a las emociones como “positivas o negativas” nos marca una verdad: no las tratamos a todas por igual, mucho menos somos agradecidos con ellas –incluso con las que nos llenan de gozo. Tampoco somos conscientes de que pueden ser, como dice Rumi, guías del más allá.

 

“Casualmente”, en los fastidiosos momentos en que recibimos la visita de las emociones, llegan convenientes paliativos que nos distraen de la sensación: el celular, las redes sociales, la serie en la televisión, la radio, la comida, los chocolates, las compras o las desveladas con los amigos que “alivian” el sentimiento perturbador. Sólo que aquello a lo que tratamos de impedir la entrada, tarde o temprano nos invade.

 

Sin embargo, es un hecho que a las emociones no se les puede desaparecer de nuestro sistema apretando la tecla “eliminar”, como lo hacemos con un archivo en la computadora. Necesitan ser abrazadas, aceptadas y sentidas, no hay de otra.

 

Todas las emociones son legítimas, aceptables y parte del ser humano; son la forma en que el alma se comunica para hacernos sentir, crear, vivir, decidir y despertar la conciencia. Abrámosles las puertas.

 

La propuesta que te hago es que te des un espacio para cerrar los ojos y reconocerte: “¿Qué siento frente a esto?”. Y ser brutalmente honesto en la respuesta. ¿Es incómodo? Sí. ¿Requiere de tiempo? Sí. ¿Duele? También. Pero honrarlas es la única manera de transmutar las emociones problemáticas, darles la bienvenida y sentirlas. De esa forma descubrimos que tras de ellas también llegan otros huéspedes inesperados: la paz profunda y la libertad.

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