La sierra eléctrica no cesa, el sonido del taladro de concreto perfora mi cabeza cual máquina de dentista amplificada. El martilleo sobre el metal, con otros ruidos estridentes cuyo origen no identifico, cruzan la ventana de manera constante. Los trabajos de obra que los vecinos decidieron hacer durante estas semanas de encierro –precisamente cuando más estamos en casa– ponen a prueba la paciencia y la tolerancia de cualquiera.
Desde niños nos enseñan a agradecer, tanto por lo que recibimos como por lo que hay y tenemos. Los guías espirituales y terapeutas aconsejan: “Por las mañanas agradece tres cosas antes de empezar el día”, o bien: “Antes de acostarte escribe cinco cosas que tengas que agradecer”, o: “Lleva un diario de gratitud”. Sin embargo, este acto no siempre surge de manera natural, fácil o cómoda.
En la vida siempre habrá bendiciones, pero también lo contrario: contextos adversos a los que podemos reconocer como maestros. Es fácil agradecer las bendiciones cuando las cosas van como deseamos, cuando todo fluye y se da sin dificultades. Sin embargo, cuando aparecen esos maestros, en especial aquellos que por duros, exigentes o desfavorables nos hacen crecer a “golpe de martillo”, agradecer su existencia simplemente no nace. Mientras atravesamos un proceso difícil, sólo cerramos los ojos y apretamos el paso en espera de librar la tormenta.
Con el tiempo, volteamos atrás y agradecemos haber tenido aquel maestro que de momento nos hizo sufrir. Es entonces que nos percatamos de que, en realidad, vivir esa experiencia nos sacudió pero nos llevó a ser lo que somos y, de alguna manera, nos convirtió en mejores personas.
Puede parecer algo tonto, empero, la experiencia de escuchar sin tregua el ruido de la construcción de mis vecinos ha puesto a prueba lo que predico: la tolerancia y la paciencia para tener la capacidad de concentrarme en escribir, practicar la meditación, convivir con amabilidad y, al mismo tiempo, permanecer de buen humor… (¿todo el día, en serio?).
También me ha llevado a percatarme del valor de la ausencia de ruido. Benditos ratos en los que escucho el silencio gracias a que las máquinas paran; ese “silencio” urbano que antes no apreciaba ni reconocía y que ahora, por contraste, se compara con la serenidad en la cima de una montaña sagrada.
Los seres humanos, cretinos como somos, necesitamos trabajar mucho para valorar los días de descanso; pasar hambre para valorar la comida en la mesa; estar días en el hospital para apreciar un instante al aire libre; padecer enfermedades para valorar la salud. Y me pregunto, ¿cuántas otras cosas apreciamos por su ausencia cuando nos percatamos de que las considerábamos una obligación de la vida?
Podemos pensar en nimiedades como la ausencia de prisa, tráfico, del altero de platos por lavar; o en cuestiones más relevantes como la ausencia de angustia al ver los resultados del análisis de sangre en los rangos correctos, la ausencia de dolor, de ansiedad al poder sacar de la cartera lo necesario para el gasto o, también, en la ausencia de tensión con algún familiar.
Cuando esos aspectos se producen con espontaneidad, no valoramos lo que significan y cuánto contribuyen a la tranquilidad en nuestra vida. Y bien sabemos que la tranquilidad es lo más parecido a la felicidad.
¿Has pensado en qué ausencias en tu vida contribuyen a tu tranquilidad? Aquellas que –al no estar, no ser, no suceder– hacen que tu día pase como “normal”.
Te propongo que agradezcas a estos maestros, no sólo por las noches o al amanecer, sino durante el día: es una invitación a tener la conciencia abierta y percibir aquello que por su ausencia nos hace vivir mejor.