Había una vez un hombre que sufría a causa de las circunstancias de su vida. Todo el tiempo se quejaba con su esposa, con sus amigos y las noches las pasaba en vela obsesionado con lo mal que le iba. Uno de sus amigos, desesperado por ofrecerle ayuda, le sugirió que fuera a ver a un maestro espiritual. El hombre afligido así lo hizo. Habló por horas con el maestro y cuando su letanía de lamentos terminó, éste lo miró con compasión. Después de unos minutos de silencio, le dijo: “Mi querido amigo, será más fácil cubrirte los pies con sandalias que tratar de alfombrar el mundo entero”.
Cuánta razón tiene este cuentito que encuentro en el libro The Subtlety of Acceptance, de Marc I Ehrlich. Sin duda, venimos a este mundo a aprender. Tal como hemos podido comprobar, la escuela de la vida de vez en vez nos arroja exámenes sorpresa con las relaciones, la salud, las circunstancias, o bien, con una pandemia. Y nuestra mente, que tenía otros planes, se resiste a la realidad, por lo que siempre busca aliviar la incomodidad y echa la culpa de todo a todos.
Es así que optamos por la queja, la crítica, los juicios o la condena y nos resistimos a cualquier cosa que altere nuestra paz. A todas luces, lo que hay que poner en práctica es esa palabrita que se dice fácil, pero que es tan difícil de lograr: aceptación.
Sabemos que el dolor es inevitable y que el sufrimiento es opcional. Si bien es verdad que el dolor puede llegar inesperadamente, el sufrimiento lo consentimos en la mente, con pensamientos que repasamos una y otra vez a raíz de algún acontecimiento doloroso sea enconado o nuevo. ¡Ah, qué trabajo nos cuesta soltar! Como diría Gurdjieff: “El hombre es capaz de desprenderse de todo, menos de su sufrimiento”.
Aceptar que me cuesta trabajo aceptar es una forma de aceptación, ¿cierto? En lo personal, encuentro dos maneras de acercarme a ella:
1. Encarar el dolor. Durante una de mis clases de yoga vía Zoom, la maestra nos pidió hacer una postura que, por diferente, se sentía incómoda, incluso dolorosa. La mente de inmediato gritaba: “¡Sácame de aquí!”. Sin embargo, lo que nos dijo me abrió una puerta de entendimiento: “Es probable que sientan dolor, para superarlo, reconózcanlo y encárenlo. Quédense ahí. La mejor forma de lograrlo es mediante la respiración, si se montan en ella, el dolor se vuelve más tolerable, pasajero y eventualmente desaparece”. Y así fue, casi como un milagro.
¿Me pregunto si esto mismo se podrá aplicar a la vida diaria y a las posturas incómodas y dolorosas con que la vida nos reta?
Habría que aclarar que aceptar no es rendirse, tampoco implica hacer planes o idear estrategias para lograr algo. Un Curso de Milagros nos dice que la palabra “aceptar” es “quedarte quieto y no hacer nada”. Sí, leíste bien: nada; no juzgar, no pelear, no aferrarse a una expectativa. Sólo quedarse ahí, encarar, aceptar y respirar para traspasar una situación.
2. Practicar la transparencia. Me gusta que el doctor Ehrlich nos proponga aplicar la transparencia ante las circunstancias que no podemos cambiar. Imagina que no puedes dormir porque tu vecino tiene una fiesta y la música suena a todo volumen. En lugar de quejarte: “¿Cómo pueden ser tan egoístas, mañana tengo que levantarme muy temprano!”, te vuelves transparente, es decir, lo aceptas. Escuchas la música, te enfocas en algún instrumento, sigues la letra y permites que el sonido te atraviese hasta quedarte dormido sin darte cuenta.
Bien, pues esas son dos maneras de ponernos las sandalias en lugar de hacer el fútil intento de alfombrar el mundo, ¿no crees?