¿Cómo abrir y cerrar ciclos? | Gaby Vargas

¿Cómo abrir y cerrar ciclos?

A manera de un reflejo del año pasado, los últimos 10 días de 2017 el mar de Cancún estuvo alborotado, agitado y estruendoso. Cuatro o cinco filas de olas reventaban con fuerza y en desorden al llegar a la playa, bajo la luz de un sol potente y un viento fuerte típico de la temporada.

Este día en el que escribo es el primer día de un año nuevo, no poca cosa si tomamos en cuenta la idea de "ciclos" que nos hemos formado. A cada año lo calificamos desde el inicio como bueno, malo, de aprendizaje, difícil o al que le tenemos gratitud. Todos los buenos deseos, esperanzas y sueños se acumulan en estos primeros días.

Sin embargo, en este preciso momento me llama la atención la naturaleza, su sabiduría y, por supuesto, su belleza. Curiosamente, el mar, el sol y el viento amanecieron totalmente diferentes: el oleaje tranquilo y apacible es acompañado por un sol tímido y sereno, mientras el viento se toma un descanso.

Quizá se trate de una coincidencia, una casualidad o, bien, sea un montaje meticulosamente planeado con el que la naturaleza nos susurra: “Vean, dense cuenta de cuánto más se aprecia la vida y sus milagros desde la calma y sin la prisa con la que viven”. Pareciera como si ella supiera que precisamente hoy inicia un nuevo ciclo en nuestras vidas y mediante su ejemplo y el lenguaje de sus elementos nos invitara a imitarla y a estrenar el 2018 de la misma manera en que ella lo hace.

Ante estos estímulos externos y la energía apacible que generan la reflexión es ineludible. ¿Qué, cómo, cuando y sobre todo, por qué quiero lograr este año? A cuales fueren las respuestas, agrega a la ecuación lo que la naturaleza propone: sin prisas.

 

Sin relojes ni horarios

“Si un viajero perdido en el tiempo apareciera en una aldea medieval y preguntara a un transeúnte el año en el que están, el aldeano quedaría tan sorprendido por la pregunta como por la ridícula vestimenta del extraño”, nos narra Yuval Noah Harari en su libro De animales a dioses, que en estos días de descanso terminé de leer.

En sus páginas nos describe que antaño el mundo se ocupaba de sus quehaceres sin relojes ni horarios y se guiaba solamente por los ciclos del sol y el crecimiento de las plantas. No había prisas y el ritmo era marcado por la época de lluvias y el tiempo de la cosecha, sin saber constantemente la hora y mucho menos preocuparse por el año que transcurría.

Fue a partir de la Revolución Industrial que nos volvimos esclavos del reloj, al grado de necesitar ver la hora en todos lados: en el celular, en la muñeca, en el despertador junto a la cama, en el microondas, en la televisión y en la computadora. En los noticieros lo primero que escuchamos, nos dice el autor, es la hora como un dato incluso más importante que el estallido de una guerra. Para no saber qué hora es hay que hacer un esfuerzo consciente.

Si bien y sin duda el reloj es necesario, sincroniza nuestra vida y nos salva del caos general, también nos automatiza al grado de convertirnos en muñequitos recortados de papel que obedecen al reloj industrial más que a los tiempos que nuestra conciencia, el ritmo vital de nuestro cuerpo o lo que nuestro corazón nos dictan.

La única manera en la que dichas concepciones tan distintas del tiempo pueden coexistir y extender su duración sin necesidad de que nos volvamos esclavos suyos, es estar y permanecer presentes, sin prisas para realmente vivir y disfrutar cada una de las cosas que hacemos.

Desde mi perspectiva, éste es uno de los mensajes que hoy, primer día del año, la naturaleza nos quiere enseñar. ¿Por qué no imitarla? Feliz 2018.

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