Nos acostamos por las noches en el mismo lado de la cama, transitamos por las mismas calles para ir al trabajo, tomamos la taza de café a la misma hora del día, nos cepillamos los dientes de la misma manera, en fin… Los seres humanos somos un manojo de hábitos.
Entre dichos hábitos hay algunos que son obvios y de los que nos sabemos prisioneros: fumar, comer compulsivamente, navegar por horas en las redes sociales o acostumbrarnos a la comodidad de no hacer ejercicio.
Sin embargo, hay otro tipo de hábitos de los que no estamos conscientes y practicamos de manera automática, como la impaciencia, la crítica, el miedo ante alguien, la irritación por la misma situación o con la misma persona, la preocupación constante por todo, o bien, la autocrítica y el juicio a los demás. Son actitudes, emociones y conductas de las que ni siquiera nos percatamos, así como tampoco estamos al tanto del malestar que nos generan.
El primero que se rehusa a cambiar es el cerebro
Nuestras actitudes forman circuitos neuronales. Si, por ejemplo, con frecuencia experimentas estrés, impaciencia o frustración, el cerebro se acostumbra y literalmente se reconecta con esos sentimientos y los facilita.
La amígdala, esa pequeña estructura en forma de almendra que se encuentre en el cerebro, se comporta como el termostato de un cuarto y hace todo lo posible por mantener la temperatura a la que está acostumbrada. Es por ello que una vez que el cerebro se familiariza con ciertas experiencias, para bien o para mal, hemos logrado convertirlas en un “terreno familiar” y por ende en un gran punto ciego. Es así que los hábitos se forman y, por lo mismo, son tan difíciles de cambiar.
Sin embargo, y a pesar de ello, en el intento de ser una mejor persona –proceso que nunca termina–, la información es lo primero de lo que echamos mano para cuestionarnos si un hábito aporta cosas positivas a nuestra vida y nos llena de energía o, por el contrario, nos perjudica y nos drena la vitalidad.
A veces la vida nos obliga a cambiar: terminamos en el hospital, nos damos cuenta de que los amigos se alejan o, por alguna razón, sentimos la necesidad de eliminar un hábito. Cuando esto sucede, por lo general lo primero que se nos ocurre es cambiar
algo en el exterior, ¿cierto? No obstante, sin importar de lo que se trate, ya sea iniciar una dieta, cambiar un carácter explosivo, superar la inseguridad, controlar la preocupación, mejorar la higiene de sueño y demás, el cambio tiene que surgir desde el interior y en el momento. Y sí se puede, claro que se puede.
Lo único que la vida siempre requerirá de nosotros para darnos los beneficios del crecimiento personal es: esfuerzo. No hay nada gratuito. Así que la clave es insistir una y otra vez, a pesar de nuestro cerebro y su amor por la familiaridad y la capacidad de seducción que tiene la repetición: “¿Para qué te pones a dieta? Mejor el lunes", "Esto no es una crítica es un comentario” y frases por estilo de sobra conocidas. Los hábitos que nos perjudican son un enemigo interior que hay que domar.
La consciencia sobre los hábitos, aunada a una clara intención, la voluntad y una gran compasión por nosotros mismos si fallamos, pueden cambiar radicalmente la calidad de nuestra vida y nuestra aportación al mundo en términos de creación y de contribución positiva.
Si bien, pocas cosas son tan difíciles de transformar como un hábito, es la conexión con nosotros mismos y la conciencia las que nos ayudan a hacerlo posible. El reto es persistir, persistir y persistir.