En el rostro añejo que dejaba ver el velo de la mujer musulmana se leían los tiempos difíciles que había vivido. Esa tarde me tocó sentarme frente a ella en el metro de Paris. El arrullo del movimiento del vagón, el sonido monótono que producen las ruedas sobre las vías y las miradas ausentes de todos los pasajeros logran quitar las máscaras y descubrir al observador diversas y reveladoras historias.
En esto pensaba cuando mi esposo y yo –que celebrábamos cuarenta y tres años de casados--, nos trasladábamos a algún punto en esa hermosa ciudad. Antes de que me succionara el efecto de dicho vaivén, observé a esta mujer cuyo rostro y energía revelaban experiencia, trabajo, carencias y mucho esfuerzo quizá para sacar adelante a una familia.
En la siguiente parada se subió una joven de falda corta, botines negros, audífonos al oído, mochila en la espalda que permaneció parada junto a nosotros. Su energía y actitud despistada contrastaban por completo con la de la señora musulmana. No pude evitar pensar en el abismo que había entre estas dos mujeres más allá por supuesto, de la diferencia en raza y edad; sin embargo, tenían una cosa en común: las dos se veían ensimismadas con alguna preocupación y la mente en otro lado.
Me imaginé sus vidas. ¿Qué le tocará vivir a esta joven? pensé mientras coincidimos con ellas un par de estaciones más. Nadie lo sabe, como tampoco lo supo la señora musulmana cuando tenía su edad. Ese es el misterio de la vida que a todos nos toca forjar, resolver o sortear, de la mejor manera posible.
--Qué padre edad la de esa joven ¿no? le comenté a Pablo mi esposo.
--Si, pero a esa edad no se dan cuenta, no lo aprecian; sufren por cualquier tontería, me respondió.
--Es cierto, pensé entre mi. La respuesta de Pablo me llevó a pensar que cuando eres joven, a pesar de los regalos que la inconsciencia te da, la preocupación por ser aceptado, por pertenecer, por encontrar el amor o por el desamor, por acabar la carrera o por comerse el mundo, te hacen creer que –como en el metro--, el éxito y la felicidad se encuentran siempre en alguna estación futura; nunca en el ahora.
Continuamos el viaje y a los pocos días rentamos un coche para recorrer kilómetros hasta llegar a un hotelito en el campo ideal para descansar y en el cual, nos hospedamos tres días. Durante la estancia, coincidimos con una pareja de recién casados que festejaban su luna de miel, tan guapos como los muñecos Barbie y Ken. El joven y la joven con la que todo estudiante soñaría casarse, sólo que llamaba la atención lo aburridos que se veían.
Alrededor del hotel no había nada más que hermosas montañas y campo, por lo que las actividades se reducían a caminar, a andar en bicicleta o nadar en la alberca del hotel. Lo anterior viene a cuento, porque la convivencia con los otros huéspedes era obligatoria durante la mayor parte del día, además de las tres comidas. De la misma manera en que me sucedió en el metro, no pude evitar observar los rostros que afloran una vez que nos quitamos la máscara.
Llamaba la atención ver que durante todo momento, lejos de platicar, reír, abrazarse o besarse como se esperaría, los dos miraban a lo lejos con enorme aburrimiento; apenas se dirigían la palabra. Los dos parecían ensimismados con una preocupación y con la mente en otro lado.
Se percibían más que apáticos, asustados por la realidad. Una realidad sin amigos, sin nada ni nadie que la disfrace ni la distraiga. La realidad de saber que ahora si estaban solos, sin máscaras, uno para el otro con el peso de la promesa “para toda la vida” sobre sus hombros.
Quizá todo lo que concluyo se deba a mi volada imaginación o a la tendencia de construir con facilidad historias respecto a las personas. Ojalá… pero Pablo, que opinaba lo mismo, me comentó:
–Dan ganas de ir a tocarles el hombro y decirles: ¡Despierten! aunque no lo crean, ahorita están viviendo los mejores momentos de su vida. Dense cuenta de que están jóvenes, no tienen hijos ni responsabilidades, disfrútense, disfruten la vida, porque nadie sabe que les espera.
Ver a esta pareja me hizo recordar a la joven, a la señora musulmana y finalmente a mi misma también; ese adormilamiento que da viajar en el metro no se quita al bajarse, pareciera que en vida por una u otra razón, seguimos ausentes de nosotros mismos. Y como virus lo contraemos todos. Sin darnos cuenta, pasamos de la juventud a la madurez, con la preocupación de que la felicidad debe estar en otro lado. Materialmente sufrimos en esa persecución sin que haya una meta, un punto de llegada.
La solución está en recuperar el “ahora”. Despertar y cambiar nuestra relación con ese instante, el único lugar en donde tenemos la oportunidad de volver a empezar. Cada ahora, es una invitación a dejar el pasado. Cada ahora inicia el camino para un futuro mejor, si así lo decidimos. Cada ahora es un regalo que la vida nos da. Sin importar la situación, la edad, el estado financiero, el estado de salud, el ahora se presenta como un regalo para cambiar nuestra actitud y así, el futuro y la vida.
Me encontré con este hermoso poema de Hafez, el místico sufí del siglo XIV que lo dice todo:
“Este lugar en el que te encuentras ahora, Dios lo circuló en un mapa para ti. Dondequiera que puedas mover tus ojos, tus brazos y tu corazón entre el cielo y la tierra, El Amado ha hecho una reverencia ahí.
El Amado ha hecho la reverencia sabiendo que tú venías”.