Siempre creí que la velocidad era la respuesta. Que llegar primero, ser la primera en cualquier tarea que emprendiera sería lo que me llenaría de satisfacción plena, sin percatarme que el placer y la duración que proporciona alcanzar esas metas era semejante a la que da tomar el primer caballito de tequila.
En el momento te sientes tan bien que crees que si trabajas más y mejor, más y mejor, la satisfacción se multiplicará. Qué risa, sí, cómo no…
Me hubiera gustado que alguien me dijera que ese no era el camino antes de terminar internada en el hospital por estrés; que emborracharte de trabajo te aleja cada vez más de ti mismo, de tu familia, de tu salud y de tu centro, donde, irónicamente, se encuentra la quietud; que la solución no es meter el acelerador, sino el freno, pero la neblina del éxito engaña y desvía por completo.
Me hubiera gustado que alguien me dijera que lo único que tenía que hacer era sentarme, quedarme quieta y respirar con los ojos cerrados para descubrir ese lugar interior en donde están todas las respuestas y el paraíso.
En cambio, a diario durante muchos años me subí temprano en el tren de alta velocidad del ruido interno: pendientes, citas, distracciones, consumo, juicios, irritabilidad y, eso sí, eficiencia. Lo irónico es que esa especie de sierra prendida en la mente de manera constante me hacía sentir importante. Me acostumbré a la velocidad, ignorante del precio que inminentemente conlleva.
Pero la anhelada armonía que tanto buscaba no llegaría mediante logros, ejercicio, disciplina, jugos verdes, ganancias o quehaceres, sino al enfocarme en silencio en algo tan cotidiano y mágico como la simple respiración.
En ese entonces estar con las amigas me parecía un desperdicio de tiempo. “Tú no sabes estar Gaby –me decía Betty, mi amiga de la infancia— siempre comes rápido y te vas muy temprano.” En mi interior su comentario me servía como una forma de auto reconocimiento de mi “responsabilidad”, ¡qué tonta y qué ciega!
El engaño de la velocidad es que al alejarte de ti mismo buscas siempre las respuestas en otros, en el afuera, sin darte cuenta de que la única persona que te puede dar aquello que buscas eres tú mismo.
Cuando te encuentras en esa situación, la vida con sabiduría da señales para advertirte lo perdido que estás, pero la velocidad a la que vas te impide reconocerlas.
Entonces un ligero desazón toma forma y se anida en alguna parte del cuerpo: tensión en el cuello o colitis, por ejemplo. De no prestar atención el volumen del aviso sube y se convierte, posiblemente, en insomnio o dermatitis nerviosa. Si seguimos ciegos, como fue mi caso, llegan las palpitaciones o la ansiedad, que es el infierno mismo; hasta llegar al colapso.
Cuánto me hubiera gustado que me dijeran que es posible sintonizar el ritmo de la vida y de la naturaleza que nunca tiene prisa; que saborear cada momento es lo que nos llena de abundancia y de quietud interior.
Al principio, este nuevo ritmo provoca vértigo, pero poco a poco te descubres en él y re-ordenas tus prioridades: familia, amigos, trabajo, tiempo para lo que te gusta y descanso –sin culpa. Descubres que sentarte en silencio a respirar te da a manos llenas todas las riquezas que nada en el exterior te puede dar. Y descubres que, el paraíso está dentro de mí y dentro de ti.
Esos días en el hospital fueron como chocar de frente a gran velocidad contra una pared. Ahora, a distancia, agradezco haber tenido la experiencia: “La grieta es por donde entra la luz”, dijo Rumi.