El Dr. José Porras, de 38 años, mejor conocido como Pepe, trabajaba en urgencias del Hospital Zona 30 del IMSS, en la alcaldía Iztacalco. A pesar de tener diabetes y obesidad, no quiso abandonar a sus pacientes y murió de Covid-19.
Sus compañeros de trabajo, dada su condición de riesgo que lo hacía más propenso al contagio, intentaron convencerlo de pedir un cambio de área, a lo cual Pepe siempre se negó. Con una historia personal de superación y sufrimiento, aunada al hecho de haber crecido en un barrio de violencia y pobreza como Tepito, tenía un enorme sentido de solidaridad.
Leo su historia en diversos medios, me entero de su manera de ser, entrega, solidaridad, pasión por su trabajo y no puede más que dejarnos una gran lección de nobleza y heroísmo dentro de la tragedia. Vivía en cuerpo y alma aquello que hoy todos necesitamos ejercer con nosotros, con la pareja, con la familia y con el planeta: la compasión.
¿Por qué hablar de la compasión?
La palabra incluso parece haber pasado de moda. Sin embargo, enfrentar una amenaza real como la pandemia, cambiar de hábitos, horarios, formas de trabajar, convivir y compartir espacios durante este confinamiento, no es ni ha sido fácil. Nos toca contribuir con lo inevitable: tener y tenernos compasión.
Ya lo decía Marcel Proust: “No hay nada que le duela más al ser humano que cambiar una costumbre por otra. Lo obliga a lo que más le aflige: pensar y sentir”. Dentro de los oleajes emocionales que esta situación provoca, este “pensar y sentir” puede resultar en distintos niveles de ansiedad, mismos que buscamos barrer debajo del tapete. Hacemos lo que sea –lo que sea–, con tal de evitarlos. Ante este reto que la vida nos presenta, hay dos caminos: la compasión o la indiferencia.
¿Indiferencia?
Al respecto se realizó un experimento en un seminario de teología en Princeton University, en el que se le pidió a un grupo de alumnos que, a manera de ensayo, impartiera en otro edificio del campus una plática sobre la compasión y la parábola del buen samaritano, misma que narra la historia de un hombre que se detuvo en el camino para ayudar al necesitado. Lo curioso es que al salir del edificio, cada uno de los estudiantes pasó frente a un hombre doblado que claramente padecía un dolor muy agudo. ¿Alguno se paró a ayudarlo? La respuesta es “no”. ¿Les afectó? Tampoco.
Ese es el predicamento en nuestra vida, dice Daniel Golman. Lo que sucede es que al estar absortos, con prisas y con la atención puesta en varias cosas a la vez, no somos empáticos con el sufrimiento del otro. Al poner la mirada en nosotros y nuestros asuntos, lo primero que sale por la ventana es la compasión.
Ser una persona compasiva cuando te sientes tranquilo es algo sencillo que todos podemos hacer. Sin embargo, ahora nos toca elevar la conciencia y voltear los reflectores a quienes conviven con nosotros para que la compasión deje de ser un concepto y se convierta en amor en acción. Para lograrlo, primero necesitamos tener compasión con nosotros mismos, escuchar nuestro cuerpo y reconocer las emociones para alimentar la serenidad que requiere este confinamiento. Es la única manera de poder serlo con el otro.
Honro la compasión del heróico Dr. Porras, como la de tantos médicos y enfermeras que hoy luchan frente a las unidades que atienden los casos de Covid-19. Sin duda, ese amor les debe colmar de una satisfacción muy íntima al ser conscientes de que a pesar del riesgo, dar lo mejor de sí para ayudar a otros es la forma más digna de vivir.