El cambio es como un salto al vacío con un ala delta. Hay que correr hacia la nada, mientras todas las alarmas internas se encienden. Algunas veces, aventarse a la inmensidad es decisión propia, mientras otras, es la vida la que nos lanza sin posibilidad de argüir. Sin embargo, si tenemos confianza, notaremos que una corriente de aire nos recoge y levanta justo cuando los pies se despegan del suelo. Entonces, el temor se transformará en gozo.
En la vida, cuando experimentamos cualquier cambio, ya sea que se trate de un nuevo trabajo, una ciudad, una etapa de la vida, una separación o algo mayor, como puede ser la pérdida de un ser querido, el sentido de estabilidad desaparece. Y en su lugar surge, de un día a otro, una sensación nueva, un hueco en el estómago que se exterioriza con un: “¿Y ahora?”.
No obstante, después de un salto así, tarde o temprano la vida, sí o sí, exige sacudirse el estupor y reorganizarse. No hay de otra. De la transición se sale siempre, la cuestión es si se hace para mejorar o empeorar. Como respuesta, la vida nos ofrece dos caminos: confiar o temer, sin advertirnos que los destinos a los que conducen son diferentes.
Inmersa en el torbellino del cambio, me puedo dar cuenta de que esa corriente de aire que nos impulsa a elevarnos no llega del exterior, sino de uno mismo. Esa ráfaga no es más que la actitud hacia la vida y el sentido que damos a los pensamientos propios.
Recuerdo a un maestro que nos dio el ejemplo de una obra de teatro a la cual asisten 300 espectadores. Como individuos, cada uno de ellos, percibe cosas distintas, detalles, situaciones de la obra y de los personajes. A unos, la obra les parece maravillosa, mientras a otros les parece regular o muy mala. Esto depende de lo que cada cual haya vivido, su edad, estado de ánimo, madurez, formación, entre otros muchos factores. De la misma forma sucede con lo que cada uno de nosotros nos contamos de nuestra historia.
Consciente de que existen esos dos caminos ante el cambio elijo confiar y, por más oscura que la situación parezca, sentir la certeza de que la vida es buena, que todo va a estar bien y que, aún de extraña manera, todo sirve para nuestra evolución y desarrollo.
Aceptar esto en medio del desconcierto es duro. Y si lo perdido nos permite enfrentar el dolor cara a cara, conocemos a uno de los mejores maestros –aunque el más duro. Mas tenemos esa opción o la otra: tomar el camino del temor, prolongar el sufrimiento ad infinitum, instalarnos en el drama y convertirnos en víctimas de las circunstancias, como diría Victor Frankl, dejarnos llevar por la depresión, culpar a otros o, incluso, ¿por qué no?, a Dios.
Es así que podríamos afirmar que la vida es mental. Es decir, lo que nos afecta no es lo que sucede afuera, sino lo que la mente crea a partir de aquello que nos sucede. Podemos prolongar el sufrimiento o dar un tiempo natural para honrarlo y, poco a poco, sustituirlo por gratitud hacia lo que fue y lo que hay. Es posible usar las circunstancias para preguntarnos: “¿Qué necesito aprender?, ¿cómo, a partir de esta experiencia, puedo ser mejor persona?, ¿qué quiere la vida de mí?”.
Cuánto me he acordado del gran caricaturista Catón y su frase: “En el andar las calabazas se acomodan”. Qué cierto es. Si bien, la reconstrucción posterior a un cambio requiere tiempo, paciencia y un trabajo arduo, íntimo y profundo, las cosas por naturaleza avanzan y toman su rumbo. El andar será distinto, según hayamos elegido una de las opciones que la vida nos ofreció: confiar o temer.