“Al conteo de tres corremos en esa dirección”, me ordenó el italiano a quien acababa de conocer, y que, literalmente, tenía mi vida en sus manos. Lo que me pedía era correr al precipicio, a la nada, al vacío, con la certeza –para él, esperanza para mí–, de que el aire nos levantaría. No supe en qué momento acepté lanzarme.
Atado al arnés de su piloto, Pablo mi esposo, a quien le encantan este tipo de aventuras, se lanzó primero en el parapente sobre las Dolomitas, una hermosa cadena montañosa que ofrece unas vistas espectaculares. Me tocaba seguirlo. En apariencia todo estaba bien, sin embargo correr hacia el vacío iba en contra de todo mi instinto natural y activaba mi alarma interna. Gran parte de mis células gritaba “¡no!”, mientras otras, la minoría, decía “sí”.
Me aferré a las líneas del parapente como si eso pudiera salvarme de cualquier incidente, hasta que después de media hora –porque volamos 45 minutos, durante los que le reclamaba en silencio a Pablo haber solicitado tanto tiempo cuando la norma es de 15–, ya no soportaba las manos. En la pantalla de mi mente aparecían letreros que en fracciones de segundos cambiaban de “¡qué gozo”! a “¡qué miedo!”.
Durante el tiempo de vuelo me cuestionaba haber aceptado ese riesgo. ¿Qué me llevó a decir que sí? La verdad es que lo sentí en el vientre y cuando eso sucede es como si no tuviera opción de elegir. Algo mayor a mí me impulsó, no sé si el amor por mi marido, la valentía o, más probablemente, la vanidad, porque una vez más recordé la frase que leí en algún libro: “Cada vez que le dices no a la vida, envejeces”.
Sí, me rehúso a ser de las personas que tienen el “no” como respuesta inmediata a la vida, a los retos y a las oportunidades. A cierta edad se vuelve muy fácil pronunciar la frase: “Yo ya no…”.
¿Cuántas veces decirle “sí” a la vida es un acto de fe?
A veces no sabemos por qué aceptamos un reto, cuando, no tenemos la suficiente preparación o experiencia; o bien, no tenemos la certeza del resultado. Sin embargo, cuando decimos que sí a pesar de lo anterior, descubrimos que, como dice Catón: “En el andar las calabazas se acomodan”, y todo se confabula para abrirte el camino.
Es posible encontrar toda clase de escritos para aprender a decir que no, los cuales son convenientes cuando no sabemos diferenciar entre dar un “sí” por quedar bien, por ser aceptado y por complacer, ese “sí” que quizá en realidad sea de los papás, de los hijos o de la pareja y gracias al cual terminas agotado y vacío. Otro muy diferente es dar un “sí” porque así lo quieres, así lo deseas y así lo has decidido. Ese “sí” consciente, ese “sí” del alma, con el que afirmas lo que amas, lo que crees y lo que valoras.
“Las palabras más cortas y más antiguas –sí y no– son aquellas que requieren de mayor pensamiento”, decía Pitágoras. De ellas dependen nuestras decisiones y perfilan nuestra vida. Son nuestro sistema binario. Y si bien, el “no” es poderoso porque requiere valor para pronunciarse: “No quiero ir, no quiero seguir en esto”; el dar un “sí” del alma, es igual o aún más poderoso.
Sin embargo, un ¿Qué sí quiero en la vida? es el verdadero ejercicio de valor y reflexión, no como el ego lo interpreta, sino como el alma lo pide; no como ambición, sino como sentido de vida; no como ganancia sino como pasión.
Con todo lo dicho, hay ocasiones en que al conteo de tres, te atreves a decir “sí” porque el alma lo pide, aún cuando todo tu cuerpo grita “no”.