Había una vez, un plomero que trabajaba temporalmente para una pequeña granja; después de terminar una larga jornada de trabajo, una llanta de su vieja camioneta se ponchó. Cambiar la llanta le tomó una hora, sólo para después darse cuenta de que era imposible encender la camioneta: la marcha también se había descompuesto. Al ver eso, su jefe lo llevó a casa. En el trayecto, el plomero permaneció callado.
Cuando llegaron, el plomero invitó a su jefe a pasar y a conocer a su familia. Al acercarse a la puerta de entrada, el plomero hizo una pequeña pausa frente al árbol que daba sombra a la fachada, con lentos ademanes tocó las puntas de sus ramas con ambas manos. Cuando su esposa abrió la puerta, tuvo una asombrosa transformación: su cara se arrugó con grandes sonrisas, abrazó a sus dos hijos y besó a su mujer.
“¿Por qué tocaste las ramas del árbol?”, le preguntó su jefe cuando lo acompañó de vuelta a su coche. La respuesta fue: “No puedo evitar tener problemas en la vida y en el trabajo, pero una cosa sí tengo clara, esos problemas no pertenecen ni a mi esposa ni a mis hijos… Así que todas las noches, antes de entrar a casa, cuelgo en el árbol todas las dificultades y las encargo al cielo. Y al día siguiente al salir, las recojo. Lo chistoso es que —el plomero sonrió— cuando las busco por la mañana, no son ni remotamente tantas como recuerdo haber dejado la noche anterior.”