Había una vez, un plomero que trabajaba temporalmente para una pequeña granja; después de terminar una larga jornada de trabajo, una llanta de su vieja camioneta se ponchó. Cambiar la llanta le tomó una hora, sólo para después darse cuenta de que era imposible encender la camioneta: la marcha también se había descompuesto. Al ver eso, su jefe lo llevó a casa. En el trayecto, el plomero permaneció callado.
Cuando llegaron, el plomero invitó a su jefe a pasar y a conocer a su familia. Al acercarse a la puerta de entrada, el plomero hizo una pequeña pausa frente al árbol que daba sombra a la fachada, con lentos ademanes tocó las puntas de sus ramas con ambas manos. Cuando su esposa abrió la puerta, tuvo una asombrosa transformación: su cara se arrugó con grandes sonrisas, abrazó a sus dos hijos y besó a su mujer.
“¿Por qué tocaste las ramas del árbol?”, le preguntó su jefe cuando lo acompañó de vuelta a su coche. La respuesta fue: “No puedo evitar tener problemas en la vida y en el trabajo, pero una cosa sí tengo clara, esos problemas no pertenecen ni a mi esposa ni a mis hijos… Así que todas las noches, antes de entrar a casa, cuelgo en el árbol todas las dificultades y las encargo al cielo. Y al día siguiente al salir, las recojo. Lo chistoso es que —el plomero sonrió— cuando las busco por la mañana, no son ni remotamente tantas como recuerdo haber dejado la noche anterior.”
Quejarnos se ha convertido en una epidemia
Me gusta esta vieja historia porque ilustra cuánto bien nos haría dejar el hábito de la queja. La queja es contagiosa y crea una especie de smog, que contamina a todos, a tu familia, a tu entorno, a tu país. Lo curioso es que, no nos damos cuenta de cuánto nos quejamos. Cuando estás dentro del frasco es difícil ver la etiqueta.
Nota cómo cuando te quejas del clima, de la seguridad, de tu cuerpo, del gobierno, de la gripa que tienes, de que el dinero ya no alcanza o lo que sea, lo único que logras es –además de ahuyentar a todos a tu alrededor, contraerte internamente, lo que impide sentirte bien y fluir en la vida. Y ten por seguro que, cuando repites esto de manera cotidiana, le abres la puerta a la enfermedad. ¿Vale la pena?
Y, si al menos sirviera para solucionar algo… pero, todo lo contrario. Asimismo, habría que recordar que todo aquello en que pones tu atención, crece. Así que basta que te quejes de algo, para recibir más de ello. Es así, que la queja significa enfocar tu atención y energía en las cosas que NO quieres, y no en las que SÍ quieres que sucedan.
Si sólo comprendiéramos a fondo esta ley de vida. ¿Por qué no cambiar la perspectiva? ¿Por qué no ver una situación desde otra óptica y darnos cuenta de que al quejarnos avanzamos hacia el lado contrario de nuestros objetivos?
En lugar de quejarte, actúa
La responsabilidad es opuesta a la queja. Elije actuar. Esa es la mejor forma de enfrentar algo que no te gusta, le temes o no estás de acuerdo.
Venimos a este mundo por casualidad. No se nos dio la opción de nacer, como tampoco se nos da la opción de morir. Lo único que sí tenemos es un período entre una cosa y la otra, y la capacidad de decidir cómo vivir, como diría Victor Frankl, es lo único que nadie nos puede quitar.
Tener la habilidad para monitorearte es lo más importante para entender que este mundo, de muchas maneras, es el resultado de lo que queremos que sea; pero esa conciencia también es la clave para transformarlo.
Imitemos al viejo plomero del cuento y colguemos las quejas y dificultades en un árbol; podríamos empezar, por lo pronto, antes de entrar a casa.
Imitemos al viejo plomero del cuento y colguemos las quejas y dificultades en un árbol; podríamos empezar, por lo pronto, antes de entrar a casa.