No todo lo que se ve a primera vista es lo que parece. Esto se descubre al comprender la profundidad y el significado de las pinturas zen.
Los monjes que los realizan pasan horas y horas de práctica en concentración y meditación para transitar de la simple percepción ordinaria al mundo de la iluminación. La iluminación entendida como la capacidad de sentir un momento de claridad y gozo más allá de lo obvio, en el que todo es perfecto.
A pesar de haberlas visto muchas veces, no las había comprendido. Se trata de aquellas que tienen una base blanca, del tono de la tela, y en las que sólo se aprecian unos cuantos trazos o pinceladas de tinta negra o gris. Por lo general son de origen japonés o chino, a simple vista me parecían poco interesantes, incluso algo naïve.
El truco es ver más allá de las pinceladas. Se hace de la misma manera en que se mira un enigmático cuadro de ilusión óptica, en el que podemos ver, por ejemplo, un pato o un conejo. Para ser capaces de apreciarlos se requiere un cambio, un switch mental que modifique la percepción. Así, el arte Zen es un método para buscar la verdad, otra dimensión de la conciencia y el misterio que se encuentra precisamente en la nada, en ese vacío del fondo blanco en la pintura.
Dicho arte tiene varias capas de profundidad que el observador despierto y en el presente puede apreciar, incluso entrar al mundo sin palabras, más allá de lo obvio y de la “realidad”. Esa es su magia. Lo podemos apreciar también en los jardines o espacios planos de arena con una que otra piedra, rodeadas por anillos que simulan ondas en el agua, creados por medio de un rastrillo.
Su propósito es invitarnos a entrar a la vasta dimensión de la conciencia a la que sólo se llega desde un plano sutil y poderoso: el ser; no desde los ojos como fuente de información directa, ya que estos sólo son el vehículo de la percepción.
Llegar a ese lugar es mirarse en un espejo que refleja la perfección que ya somos. Y en eso radica su belleza y su misterio.
La vida es como el arte
En el mundo todo es cuestión de interpretación. Podemos verlo sólo desde la superficie, o bien, a través de la conciencia, sumergirnos más allá de las formas y encontrar el verdadero sentido que unifica todo y a todos.
Cada minuto del día elegimos cómo queremos ver e interpretar “nuestro” mundo individual, lo cual, finalmente, determina nuestra calidad de vida. La postura que tomemos será la que gobierne nuestra percepción, nuestro sentir, nuestro actuar, nuestro pensar, nuestra salud, ¡todo! Y cuando elegimos trascender lo obvio, la transformación es absoluta.
El reto es que nuestro ego es un ávido intérprete de la superficie. De inmediato etiqueta las cosas como “bueno o malo”, quedándose en las pinceladas del cuadro. En especial, cuando pasamos por una crisis aparecen los juicios, el miedo y la ansiedad.
Mientras, durante ese proceso de despertar al que todos aspiramos, un día podamos vislumbrar, que sí es verdad, hay otra dimensión, un espacio de serenidad más allá de lo obvio; que según se sabe, una vez que lo visitas sientes el deseo irresistible de volver. Lo que es un hecho es que, iniciado el camino, no hay paso atrás.
A veces la ruta es difícil, dolorosa, mas confiemos en que siempre hay un llamado, algo en nuestra naturaleza que nos insiste en transitarla para colaborar así, a que la conciencia universal también se expanda.
Finalmente eso es lo que el arte zen intenta lograr: seducir al expectador, a convertirse en anhelante buscador de ese mundo sin palabras y convertirlo en una misión de vida.