Estamos en el Mar de Cortés y el sol muestra toda su potencia. Viajamos en tres rudimentarias lanchas de motor que intentan mantener el balance en un mar muy picado. Los niños, mis suegros de noventa y tantos años, mis hijos y nosotros, aguzamos la mirada en busca de ballenas. A la voz de: “¡Allá hay dos!”, los conductores repentinamente aceleran a toda velocidad para llegar a ellas; los chiquitos lloran del susto.
Estos marineros persiguen con determinación a los cetáceos, como si se tratara de una misión que no acepta el error. Los pasajeros rebotamos como pelotas de goma, y mientras intentamos sostener cachuchas y lentes con una mano para que no se vuelen, con la otra nos asimos de la angosta banca de madera sobre la que vamos sentados. Es decir, nuestra estabilidad se reduce a nada.
La columna vertebral y el cuello –al menos los de los adultos–, empiezan a resentir ese acelerar y frenar constantes, lo que provoca un intercambio de miradas de preocupación entre mis hijos y nosotros al pensar en los abuelos.
Una vez que admiramos la grandeza de las ballenas, regresamos a toda velocidad al puerto, sin que el mar y el rebote nos den tregua.
Después de una larga, asoleada y agitada travesía llegamos al hotelito que en Internet prometía ser una monada, pero resultó
un absoluto fiasco, asunto que no importaría de no ser por los 88 y 94 años de edad de nuestros acompañantes. La temporada alta para observar ballenas nos impidió encontrar un hospedaje digno, por lo que ahí transcurrió nuestro fin de semana.
¿Por qué te cuento esto? Porque si bien todos externamos alguna queja, los abuelos nos dieron una gran lección: nunca se quejaron de nada, lo cual, créeme, fue heroico.
Sin duda todos disfrutamos de emitir un buen quejido de vez en cuando, lo hacemos para subsistir a una situación que nos incomoda o nos desagrada y que amenaza con hacernos explotar. Es como el vapor que escapa silbando de la tetera. Conforme las emociones negativas suben de nivel, la presión por desahogarnos busca irremediablemente la salida. La ironía es que con este mecanismo, lejos de arreglar las cosas se perpetúan, amén de contaminar el ambiente.
Cuando algo no te gusta tienes tres opciones: 1. explotar, 2. canalizar el enfado, 3. transformarlo en algo positivo.
La primera alternativa, sin duda, causa muchos daños colaterales, en especial en tus relaciones o en tu vida.
La segunda, la puedes lograr de la siguiente manera:
a) Durante una semana o quince días procura no quejarte de nada y de nadie. Observa qué sucede.
b) Cuando la tentación sea muy grande, escribe tu queja sobre un papel. Comienza con las palabras: “Me enoja cuando…” Y describe la situación.
c) Piensa en la solución que está en tus manos para remediar lo que te frustra. Escríbela.
d) Hazlo. Deja de frecuentar a la persona –si es que es posible divórciate, renuncia al trabajo, háblalo, en fin.
La tercera opción es transmutar en algo positivo ese vapor que se forma dentro de ti cuando algo te molesta. Gandhi es un gran ejemplo de ello.
—No es que no me enoje –decía Gandhi–, es que no permito que el enojo se apodere de mí. Y en otra ocasión escribió: “Conforme el calor se acumula se convierte en energía, aún nuestro coraje puede convertirse en un poder que mueva al mundo”.
Dicho lo anterior, sin duda siempre habrá cosas que no estén en nuestras manos cambiar, así que lo único que nos queda, como bien nos enseñaron mis suegros, es cambiar de actitud; eso siempre será posible y todos a tu alrededor te lo agradecerán.