Adrián, mi hermano, tenía la suerte, que no muchos poseen, de ser una persona muy querida por quienes lo conocían, y no es una apreciación subjetiva de hermana. Vivió feliz y con pasión, gozó cada instante de sus 41 años de vida. Y aunque hace diez años que murió en un accidente de moto, con frecuencia la familia –hermanos, esposa, hijos, cuñados y amigos– recibe comentarios cariñosos, alegres y auténticos sobre el enorme corazón y la capacidad de empatía que tenía con la gente, sin importar la cercanía, el tipo de relación o la jerarquía de quien se tratara.
Hoy que lo veo a distancia, estoy convencida de que el secreto de Adrián para recibir y sembrar tanto afecto es que vivió desde el corazón. ¿En qué otro lugar se gesta la pasión, el amor, el gozo, la compasión o la generosidad que lo caracterizaban?
Él intuyó el poder que el corazón tiene, más allá de la función mecánica que cumple de manera eficiente para mantenernos vivos. Vislumbró la gran fuerza trascendental del órgano que se asocia, por lo general, con cosas cursis.
Me asombra saber que el corazón es un músculo fuerte y vigoroso, es el manantial de la vida misma, es un centro que procesa información y un núcleo de las emociones, en el que yacen todas las respuestas. El corazón nos da mensajes y nos ayuda más de lo que imaginamos. Los neurocardiólogos y otros científicos han comenzado a mapear los caminos y a comprender la mecánica según la cual el corazón se comunica con el cerebro, así como la forma en que interactúan. Y emociona saber que la ciencia y la espiritualidad cada día dialoguen más.
Todos hemos comprobado que cuando se trata de mirar en retrospectiva una decisión, el corazón, para bien o para mal, siempre tiene la razón, aunque en su momento hayamos obedecido a la mente que nos aconsejaba lo contrario.
Por otro lado, nadie que haya sido padre o madre, puede olvidar cuando escuchó por primera vez los latidos del corazón de su bebé dentro del vientre materno. ¡Es un milagro! Fisiológicamente estas pulsaciones marcan el inicio de la vida, sin embargo, la ciencia no se explica qué hace que el corazón comience a latir. ¿Una fuerza divina, una energía invisible, una inteligencia que permea la totalidad de la materia y une a todo con todo? Es un misterio.
Recuerdo haber leído que cuando un médico realiza un trasplante de corazón, el órgano parece muerto al momento de traspasarlo al cuerpo que lo alojará, pero no lo está.
Cuando se toca suavemente comienza a latir de nuevo. Lo que puede considerarse una hermosa metáfora de las leyes del corazón: hay que tocarlo para dar vida a todo lo que hacemos.
Muchos de los grandes maestros en las tradiciones espirituales del mundo saben que el corazón del que han hablado la filosofía, las religiones, las culturas más antiguas durante siglos, es la fuente del verdadero poder, la puerta para conectar nuestra alma con la creación, con el Universo, con Dios. Por eso el famoso dicho: “Sigue tu corazón”. Sin duda desde ahí manifestamos las cosas; por lo que no basta con pensarlas, es necesario sentirlas para crearlas.
Hoy existe la teoría de que el corazón nos conecta con una inteligencia superior a través de la dimensión intuitiva, en donde el espíritu y lo humano se encuentran y que es mucho más grande de lo que los humanos hemos podido descubrir.
Un rato de silencio es todo lo que se necesita para conectar con el corazón y reconocer que se trata de nuestra verdadera esencia.
Concluyo este texto con una reflexión que me deja Adrián a diez años de su partida: hay que traer más corazón a nuestras vidas.