Siddharta, hijo de Brahmán, era un joven inteligente, guapo, deseoso de aprender y quien sabía pronunciar el Om en silencio, con un recogimiento total. Pero a pesar de saber mucho, tenerlo todo, incluido el amor de quienes lo rodeaban, no encontraba dicha en su corazón. Ante la desaprobación de su padre y lleno de inquietudes y de preguntas trascendentales, como: “¿Dónde mora el Atmán?, ¿dónde está nuestro propio yo?”, decidió iniciar una vida de asceta para encontrar las respuestas.
Retomé la lectura de este hermoso libro que alguna vez conocí en la preparatoria. En aquel entonces, creo, sólo capté de manera superficial lo que Herman Hesse nos quería compartir.
El viaje de Siddharta representa nuestra propia búsqueda. Él inicia el camino, regala su manto y se une a los samanas. Su vida de asceta incluía ayuno y meditación, el despojo de su yo para captar la frase que las Upanishads guardaban con sabiduría: “Tu alma es todo el Universo”. Recorrió diversos caminos a veces en compañía de Govinda, su querido amigo, y otras veces en soledad. Aprendió a practicar la despersonalización.
Siddharta siguió a maestros iluminados, para después dejarlos y continuar su exploración. “Creo que aquello que llamamos aprender no existe. Sólo está un conocimiento presente en todas partes, amigo mío, y es el Atmán. Se halla en ti, en mí y en cada ser. Y empiezo a creer que este conocimiento no tiene peor enemigo que el querer saber, el aprender.”
Buscó en la simpleza de la vida, aprendió a observar lo que siempre había estado ahí mas no había apreciado: el vuelo de la garza, el orden de las constelaciones, el centelleo del rocío matinal o el zumbido de las abejas.
“De un río pueden aprenderse muchas cosas –le dijo un barquero quien lo cruzó en su barca de bambú sobre el río; al no tener Siddharta con qué corresponderle el favor–. Ya me regalarás algo en otra oportunidad (…) El río me ha enseñado que todo regresa.”
Siddharta encontró a Kamala, quien se convirtió a su maestra y con quien conoció el amor. Con ella aprendió que no se puede recibir placer sin devolverlo y que cada gesto, caricia, mirada y contacto con el cuerpo, por pequeña que sea, tienen un propio misterio que descifrar, el cual produce felicidad a quien lo descubre.
Posteriormente se dio cuenta de que los seres humanos se entregaban a la vida con un apego infantil o animal, pero sin satisfacción. Los veía esforzarse, padecer y encanecer por lograr dinero. Los veía reñir y sufrir por cosas que un samana ni notaría. Sin embargo, también obtuvo gran conocimiento de ellos: la pasión, la alegría, el honor, el amor por sus hijos y la esperanza. Hizo dinero hasta que la enfermedad de los ricos se apoderó de él, el carácter malhumorado, el vacío espiritual, el afán de posesión y de lucro. Su nueva vida lo hizo envejecer. Pudo ver con claridad lo cercana que es la voluptuosidad a la muerte. Se despidió de Kamala y de su jardín.
De nuevo regresó al río. Vio su rostro reflejado y le escupió. Agotado se dejó caer hasta sumergirse. Cerca de la muerte escuchó la voz del sagrado Om. El río representaba la impermanencia de las cosas y sintió un profundo amor. Había probado por sí mismo el saber de las cosas.
Al final de la historia, Siddharta se sentó a la orilla del río; había aprendido a escuchar. Las muchas voces del río comprendían la música del ser: lo bueno y lo malo, los placeres y las tristezas, la pena y la risa, los deseos y el amor. Su espíritu ya no contendía. Encontró que junto a las luchas venía un gozo inquebrantable: ése era el secreto de la vida.