“Siempre he sentido la necesidad de escribir, a diario el cuerpo me lo pide”, escuché un día decir a mi maestro Ricardo Chávez Castañeda. “¿Necesidad?”, pensé, con el ceño fruncido por no haberla sentido jamás. Él ahondaba en este tema al platicarnos acerca de los viajes con sus amigos, en los que lo único que hacía era aislarse para escribir y escribir. Esa urgencia no la comprendía. Como sucede con muchas cosas, hasta que te toca vivirlas, las entiendes.
Escribir ha sido parte de mi trabajo, durante más de 25 años he cumplido con una columna semana a semana. Podría decir que durante este tiempo he tratado de mirar hacia fuera: estudiar, investigar temas, ideas y conocimientos de otros, de quienes he aprendido, para sintetizar y compartir sus saberes. A pesar del trabajo que esto requiere, es abismalmente “más sencillo” que mirar hacia dentro.
Me encontraba en el cuarto del hospital con Pablo, sin saber que compartíamos sus últimos días.
—Tengo que escribir mi artículo de la semana —le comenté con un poco de apuro— y no sé qué tema abordar.
—Vieja, escribe sobre ti, sobre tu corazón, cuando lo haces, ¡te sale tan bonito! —me contestó.
Sentí el peso de sus palabras y lo que significaban. Meter el espejo al corazón es algo que evito. Siempre me he defendido de hacerlo. Ignoro si es por temor a lo que encontraré, a enfrentarme con mi sombra, o bien, a que otros se asomen a los cuartos que no son de trofeos, que siempre está listo para mostrarse. Me quedé en silencio.
—Prométeme que ya vas a escribir desde el corazón —después de unos segundos, me escuché decir:
—Te lo prometo.
Desde hace nueve meses, cuando retomé la escritura, he procurado cumplir mi promesa. Me doy cuenta de que hacerlo requiere tiempo, soledad, silencio, pero, sobre todo, introspección. Escribir desde otro lugar, que no sea el de la mente, lo podría comparar con cambiarse a un país nuevo sin hablar el idioma. Se requiere valor. “¿A alguien le interesará esto?”, es la duda que me acompaña siempre.
Escribir en mi libreta roja lo que el proceso de pérdida duele, enseña y deja, ha sido un gran desahogo y una gran terapia. Como si la pluma fuera una extensión del brazo que se conecta con el alma y a través de ésta se permitir entender, ordenar y exorcizar lo que se siente. “Las palabras van de lo que sabes a lo que no sabes —continuó Ricardo— y éstas te llevan poco a poco al silencio. ¿Qué son los silencios? Es estar contigo para que en el viaje desmenuces, organices el caos, intentes ir de las ideas a los sentimientos, de lo complicado a lo sencillo, del agua fría al agua caliente.”
Al mismo tiempo, descubro que escribir te aterriza. Una cosa es vivir y otra entender lo que viviste, ayuda a distanciar, planchar los recuerdos, dar perspectiva y sentido a lo vivido. A encontrarte con tu propia verdad. A conocerte más a ti mismo. A estructurar el caos mental. “La escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas”, en palabras de Juan José Millás.
Lo que nunca imaginé es que comprendería esa necesidad de escribir de la que Ricardo, un día, nos habló. Sentir la urgencia de separarme del grupo para meterme a escribir. Descubrir que prefiero leer en las noches, en lugar de ver una serie de televisión, para aprender de los escritores de ficción y que no sólo abrevar de los de no ficción acostumbrados. Que disfruto como pocas cosas estar en silencio, sentada en el sillón de mi estudio con la Güera, mi perra, acurrucada a mi lado, mientras escribo y escucho a los pájaros. Y que, ese encuentro conmigo misma, al que tanto temía, no solo no está nada mal, sino que es un alimento muy sanador para el alma. Y, sí: el cuerpo te lo pide.