Ese viernes en la sobremesa de una comida en familia, la discusión comenzó a tomar tonos apasionados. Ignoro cómo aterrizó entre nosotros un tema nada fácil: el concepto de cielo. ¿Qué es, cómo es y dónde está?
Una parte de los comensales lo describía como ese lugar ideal al que llegaremos algún día después de abandonar este plano de la existencia; ese lugar común que nos inculcaron como dogma de fe a los que fuimos a escuelas católicas.
Otros, en cambio, argüíamos que el cielo no es más que armonía mental, es decir, cuando te sientes en paz, tranquilo, pleno y feliz. Y el lugar es aquí y ahora, se da por instantes, no es algo permanente, es el presente que se te da al estar presente. Por ejemplo, los segundos en los que observas conscientemente cualquier momento de gozo o belleza y te sumerges en él, al mismo tiempo que te alejas como si lo apreciaras a distancia. O bien, decíamos que es el estado en el que entras cuando meditas o cuando te sientes conectado con la vida.
—¿Pero cómo? ¡No, para nada, no estoy de acuerdo! Yo espero que el cielo sea algo infinitamente mejor que esto que estamos viviendo ahora. El cielo lo conoceremos sólo al morir y será algo hermoso, mágico y eterno —contestaba la contraparte, mientras los que estaban de acuerdo asentían con la cabeza.
—Sí, está bien, pero no podemos tomar esta vida como un simple trampolín, en espera de morirnos para recibir el veredicto de si merecemos ir al cielo o al infierno, según sea el caso —expresábamos los contrarios.
—¿Y entonces esta vida es un ensayo?
—No: es aquí, es hoy, cuando tú, yo, todos experimentamos individualmente la vida como un cielo o como un infierno todos los días. Uno y otro lo creamos con nuestra forma de vivir, con nuestra congruencia o falta de ella, con la manera en que vemos al mundo, que es sólo un espejo.
En fin, las voces se sobreponían una sobre otra.
Mientras la discusión continuaba sin llegar a ningún lado, recordé el cuento de los Vedas que le escuché a mi maestra Guadalupe Alcaraz, sobre cómo el mundo se corresponde con el alma, y que considero es una posible respuesta a la cuestión.
Cuando Dios creó el mundo, no sabía en dónde ocultar al ego.
—Si lo pongo en la luna, lo encontrarán; si lo escondo en el fondo del mar, también –Así que decidió esconderlo en el corazón de cada individuo, el cuerpo físico sería sólo una mansión de espejos.
El primer paseante que localizó la mansión de espejos fue un perro. Movido por la curiosidad, entró al vestíbulo de la casa y se encontró con otro perro. El primero se asustó pero se envalentonó; el del espejo se asustó y se envalentonó también. Así que el perro pensó, me tiene miedo, por lo que se animó a entrar al salón circular de espejos. Para su sorpresa, se encontró con muchos otros perros que lo miraban. Entonces tomó una actitud agresiva misma que todos los perros le devolvieron, por lo que salió corriendo lleno de miedo.
El segundo fue un monje que al asomarse se encontró con otro monje, a quien saludó con una inclinación. El otro monje le devolvió la inclinación también. El primero hizo un gesto de bienvenida con la mano, mismo que el espejo le devolvió. Por lo que el monje se sintió bienvenido a entrar al salón circular de espejos. Ahí se encontró con muchos otros monjes que se inclinaban con un namasté, al igual que él.
Sí, como sea por dentro será por fuera, así de sencillo. El mundo sólo es un reflejo de nosotros mismos. Ignoro lo que nos espera en la otra vida, pero mientras, el cielo o el infierno están en nuestras manos, aquí y ahora.