#ESCRITORAS CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO
Tenemos miedo. Detrás de cada feminicidio, hay una larga cadena de violencia en todas sus formas (física, económica, sexual, psicológica, doméstica, laboral y mediática).
Esta historia podría ser la de cualquiera de nosotras, la de cualquier mujer:
Cuando nací, mi papá lloró porque no fui hombre.
Yo quería ir a karate, me mandaron al ballet.
Al terminar de comer, yo tenía que levantar los platos de mi hermano.
Mi tío me besó en la boca, lo acusé y me dijeron “no exageres”.
Un amigo de mi papá me manoseó y cuando lo conté, nadie me creyó.
Hablé del abuso de mi abuelo, me ordenaron callar o destruiría a la familia.
En cada puesto de periódicos había fotos de mujeres desnudas.
Me enseñaron que mi valor dependía de mi virginidad.
Me puse minifalda. Mis compañeros y maestros me tacharon de zorra.
Nos encontraron besándonos; él se convirtió en conquistador y yo, en puta.
Cuando le dije que estaba embarazada, contestó que no era suyo.
Para elegir carrera me recomendaron que fuera compatible con el rol de esposa y madre.
Al levantar la mano en el aula para debatir un punto, el profesor siempre le daba la palabra a un hombre.
Al subir al transporte público, tuve que cuidar mis pechos y nalgas.
Mi segundo novio me exigió mis contraseñas como prueba de amor.
En mi primera entrevista de trabajo me preguntaron si me iba a casar o planeaba tener hijos pronto.
Aunque cursé una maestría en negocios, quien maneja la empresa familiar es mi hermano, que ni siquiera acabó la preparatoria.
Cuando se enfermó mi mamá, tuve que renunciar a mi trabajo para cuidarla, pues mis hermanos varones no tenían tiempo.
Si en las reuniones los hombres platicaban de política o negocios, desacreditaban mi opinión.
Al contar que me dedicaba al hogar, afirmaban “¡Ah!, entonces no trabajas”.
Entre mi padre, mis hermanos y mi esposo, se encargaron de desaparecer mi autoestima.
Mi marido me prohibía tener amistades masculinas.
Cuando mi jefe alabó mi trabajo, mi marido sentenció “lo que le gusta son tus nalgas”.
La tarde en que mi esposo me pegó por primera vez, me dio tanta vergüenza y tanta culpa que no le conté a nadie.
Cuando me corrieron, me enteré de que mi subordinado ganaba el doble que yo.
Denuncié a mi esposo por golpearme y en el ministerio público me preguntaron “¿para qué levanta una denuncia si mañana lo va a perdonar?”.
Cuando discutía con un hombre, en lugar de argumentos, pronunciaba “estás en tus días. Estás menopáusica. Estás mal cogida o eres una histérica”.
El papá de mis hijos me advirtió al mes de casados “yo no cambio pañales”.
Si mis hijos se enferman, la que falta al trabajo soy yo.
Cuando me violó mi marido, el sacerdote sentenció “es tu deber conyugal”.
Ingresé al hospital por tercera vez, golpeada, y el médico me recomendó no denunciar.
Cuando quise regresar a mi profesión después de haber criado a mis hijos, me dijeron que no tenía la suficiente experiencia.
Le pedí el divorcio a mi esposo: amenazó con quitarme a mis hijos y dejarme en la calle.
Desde que me divorcié fui rechazada por mi familia y mi entorno. Mi exmarido dejó de mantener a sus hijos.
Un día noté que mi exmarido me estaba siguiendo.
Cuando mi exesposo me mató a batazos, las autoridades no hicieron nada. Mi cuerpo y mi vida sexual fueron exhibidos en los medios, en el Twitter se preocuparon por los muros... y un asesino más quedó libre.
Estos hechos tan cotidianos, que se repiten de generación en generación, son los que construyen una cultura feminicida. Reescribamos estas historias desde sus inicios para que sigamos vivas.