“Es la película más fea que he visto en mi vida”, fue el comentario enfático de mi amiga. A pesar de él, Pablo y yo decidimos ir a ver el aclamado filme dirigido por Guillermo del Toro.
Conforme pasaban las escenas, los diálogos, la trama, los actores talentosos, la música, en fin, cada elemento del largometraje, éste me gustaba más y la opinión de mi amiga se me hacía cada vez más incomprensible.
La forma del agua me pareció un poema desplegado lentamente ante nosotros. Incluso pienso que es de las películas más bellas que he visto en mi vida. Hay algo más allá de lo visual y de lo auditivo que me conmovió: la energía que sale de la pantalla.
A primera vista, el “monstruo” –un hombre-anfibio de escamas brillantes verde azuladas, causa temor y, al mismo tiempo, revela una belleza inusual. En un inicio proyecta fuerza bruta y agresividad, sin embargo, captamos su vulnerabilidad al verlo encadenado. Eliza, una mujer muda y solitaria que trabaja en el área de limpieza de un laboratorio, empatiza y resuena con esa energía y ese misterio que ella misma no se explica, pero que la hace sentir viva.
Una historia de amor nace entre dos seres diferentes –no sólo como especie– que salen de la "norma" y se descubren como iguales no obstante sus obvias disimilitudes. La conexión entre sus almas prevalece más allá de lo físico, lo evidente y lo carnal: al comunicarse crean magia.
¿Cómo y por qué esa magia sale de la pantalla y nos toca a los espectadores? Encuentro una respuesta en la ciencia y me parece fascinante.
Esa magia es energía que vibra en altas frecuencias y que recibimos de la misma manera en que sucede con el sonido de un diapasón cuando resuena con otros diapasones, aunque estos sean de diversos calibres.
El hilo conductor: el amor
Cuando visitamos la dimensión del amor, nuestro organismo y sus sistemas diversos crean una coherencia fisiológica que inicia con los latidos del corazón, de acuerdo con el científico Roland McCraty, director de investigación del HeartMath Institute.
Dicha coherencia tiene la capacidad de “embarcar” y unir en un mismo espectro a todos los ritmos del cuerpo y del cerebro, como la respiración, la presión sanguínea y cualquiera producido por aquello que el sistema nervioso autónomo gobierna. Y no sólo eso…
Lo que me parece aun más impresionante es que cuando el corazón crea su música propia generada por amor, aprecio o gratitud todos nuestros sistemas internos vibran en una frecuencia que resuena armoniosa e inusualmente a 0.1 Hertz por milisegundo en la banda de poder de espectro. Dicha frecuencia se expande más allá de nuestro cuerpo y contagia a otros a nuestro alrededor –lo cual, dicho sea de paso, es el origen del verdadero carisma.
Además, y, por si fuera poco, esta frecuencia es la misma del sonido de fondo del universo, de acuerdo con McCraty. La palabra “uni-verso” literalmente significa “una canción”. Cuando vives en el amor te alineas con esa “canción” que nos une a todos, como rayos del mismo sol.
Esa es la energía que anhelamos poseer, la que nos regresa a casa y que admiramos cuando la percibimos en otros. En este caso de ficción, la película está creada con tal maestría que emana del corazón de ambos personajes, los unifica en un mundo del que se sentían excluidos y sale de la pantalla para abrazarnos a todos. Esa es la belleza y la magia de La forma del agua.
La fascinación del espectador surge de la posibilidad de tener acceso a esa magia y a esa belleza en el momento en que inhala profundamente con gratitud, amor o aprecio por la vida y por lo que le rodea.