“Al par de África y mientras el avión se eleva sientes que más que dejar un continente, dejas un estado mental”, escribe Francesca Marciano. No encuentro mejor forma de expresar lo que te sucede cuando tienes el privilegio de visitar estas tierras.
Estamos en Kenia. Todos los días nos levantamos –siete adultos y ocho jóvenes y niños– a las cinco y media de la mañana para iniciar las caminatas matutinas, o bien, para subirnos en los coches descapotables manejados por los guías locales y salir con el corazón agitado con la ilusión de poder divisar animales salvajes.
El sol comienza a salir mientras la luna todavía alumbra nuestro paso. Me siento dichosa por encontrarme entre mi familia y ver las reacciones de mis nietos. La convivencia es inmejorable, los adolescentes no tienen otro lugar a donde ir y los niños encuentran que hay otras maneras de divertirse más allá de los electrónicos.
Los sonidos del Maasai Mara en el amanecer conciertan una armonía difícil de describir, compuesta por aves, insectos y animales de todo tipo, en combinación con las vistas interminables de sus vastas y verdes planicies, mientras se inhala el aire más puro que pueda existir, para confirmar que la magia, Dios y la belleza son una y la misma cosa. A pesar de la hora, los despertares así no pueden ser más que felices.
El guía comienza a narrar las maravillas que suceden en este mundo tan ajeno a los citadinos y tan difícil de comprender. Conforme escuchamos las explicaciones, nos maravillamos de la sabiduría que existe en la selva; el balance entre los ecosistemas o la simbiosis que hay entre distintos animales son en verdad asombrosos.
Por ejemplo, es común ver a los rinocerontes, elefantes, cebras o jirafas con un pajarito en el lomo, pues entre ellos hay una sociedad muy buena: el pajarito vive sobre el animal y se alimenta de todos los insectos que atacan a su anfitrión, lo cual le sirve de limpia y lo alivia de las molestias; al mismo tiempo, el pájaro avisa con un sonido especial cuando ve a algún depredador cerca. O enterarnos de que los elefantes en tiempo de sequía derriban las acacias para tomar agua de sus raíces. Lo que a primera vista parece una tragedia, resulta equilibrio puro en la vida de la selva: el árbol desarrolla nuevas raíces para seguir conectado a la tierra y las pequeñas especies tienen la oportunidad de alimentarse de la fronda del árbol, cosa antes sólo posible para las jirafas. Por otro lado, llega a nuestro conocimiento que las hienas tienen 14 sonidos diferentes para comunicarse entre sí, organizarse y trabajar en equipo.
En fin, el espacio de esta columna no me alcanza para narrar todo lo que aprendí y reafirmó mi creencia de que deberíamos imitar más a la naturaleza y su sabiduría.
Estuvimos en tres campamentos, dos de ellos conformados por tiendas de campaña, por lo cual durante las noches pudimos escuchar el rugido de los leones, el barritar de los elefantes y el ulular de los búhos, tan cercanamente que parecerían animales domésticos. Dicho sea de paso, cuesta un poco acostumbrarse a ello.
En los descansos, cuando al calor del sol los animales duermen, se viven los instantes más silenciosos y pacíficos de la vida.
Minuto a minuto pudimos comprobar que de la convivencia nace el amor, por lo que no hay mejor regalo que te puedas dar y que puedas darle a tus hijos y nietos que invertir en un viaje con la familia. Y sí, cuando dejas esas tierras, dejas no sólo el conocimiento adquirido, la amabilidad de su gente, las experiencias vividas, sino el estado de plenitud mental que África te regala.