Una frase como “la paz y la felicidad son un estado mental que eliges”, suena muy bonita. Generalmente al escucharla suele quedarse sólo como un dicho poco real, difícil de poner en práctica de manera permanente, aunque de vez en cuando, intentemos practicarlo.
A lo mejor te ha ocurrido lo que a mí: al despertarme diariamente, hago conciencia del privilegio de estar viva, me abro a lo que venga, agradezco el día, en términos generales, me siento en paz. Sin embargo, volteo a ver el reloj y me percato de que se me hace tarde; las prisas del día comienzan. Entro al tráfico, el celular y los correos electrónicos comienzan a activarse con urgencia de ser respondidos, llega el trabajo, las expectativas y la vida… Y así, entro en modo automático, me desconecto de mi centro y de mi intención inicial de mantener mis pensamientos bajo control.
Cuando sucede lo anterior, nos cerramos también a la posibilidad de sentir esa paz y esa felicidad que inspira aquella frase bonita. Es entonces cuando la creencia de que la felicidad no existe o que es algo muy difícil de alcanzar secuestra la mente.
El reto: recordar que es cierto
Sí, la paz y la felicidad son un estado mental que eliges –sólo y cuando– dentro del activismo cotidiano te acuerdes de que ese privilegio está en ti, en tu mente. Olvidarlo equivale a tener un millón de dólares en el banco, no acordarte y ¡sentirte pobre!
¿A qué viene todo esto? A que en la vida uno puede leer mil libros y filosofías sobre cómo ser mejor persona, pero es hasta que decides poner en práctica aquella teoría aprendida de memoria, que te das cuenta del cambio radical que causa en tu vida.
¿Controladora yo? ¡Para nada!
Si me hubieran preguntado –hasta hace poco– si me consideraba una persona controladora, lo hubiera negado rotundamente. No por quedar bien, sino porque en realidad no consideraba serlo. Tal era el tamaño de mi punto ciego. Pues resulta que sí lo soy. Y ahora me doy cuenta de lo absurdo que es y del sufrimiento que conlleva. Es como escoger sufrir, así de sencillo.
¿Por qué lo digo? Después de 41 años de estar felizmente casada –con sus altas y bajas naturales– me doy cuenta de que en verdad yo elijo sentirme feliz y tranquila, y que no sólo es una frase bonita: es una realidad.
La vida desde que nací me ha colmado de bendiciones y vivo agradecida por ello. Tuve la fortuna de encontrar a Pablo, mi esposo, un hombre cuya grandeza no puedo describir en un espacio tan pequeño. Sin embargo, las veces que hemos tenido algún problema como pareja, es porque he querido controlarlo. Y él es todo un caballero, mientras no lo trates de controlar.
No sé en que momento de mi vida me auto impuse la responsabilidad de ser, además de su esposa, amiga y amante, la vigilante de su salud. Por tal motivo, me dio por examinar si su estilo de vida era lo suficientemente sano, de acuerdo, claro, con mis expectativas. ¡Pobre hombre! “Mi vida, no fumes otro puro, no le pongas más crema, es pura grasa saturada, tenemos que hacer más ejercicio, ¿otro whisky!” En verdad no sé cómo me aguantó, porque además es el hombre ¡más sano del mundo!
Mi paz y tranquilidad se basaban en lo que él hacía o dejaba de hacer. Es decir, si cumplía mis expectativas.
Ya Buda lo afirmaba: “Las expectativas son el origen del sufrimiento”. Si tratamos de contar todas nuestras expectativas, no acabaríamos. Desde que todos cumplan con su trabajo, que mi computadora funcione, que mi esposo se acuerde de nuestro aniversario, etcétera. Las expectativas crean una imagen mental de cómo quieres que las cosas sean o sucedan. Esto está bien, siempre y cuando no te convenzas de que tu felicidad depende de que se cumplan. Cuando la expectativa se convierte en reclamo, es cuando sufres y tus relaciones sufren.
¿Qué me hizo cambiar? Estudiar y entender una de las leyes universales: la vida es individual. Cuando en verdad la entendí, cada vez que mi instinto controlador amenaza con aflorar, la repito como mantra. Si bien un hábito de pensamiento lo cambias con repetición, se requiere estar convencido de aquello que repites, es decir, sentirlo, creerlo para que expulse al hábito anterior.
Convencida estoy de que el cielo y el infierno no son lugares físicos que encontraremos mañana en el otro mundo, sino estados mentales que disfrutamos o sufrimos hoy, aquí mismo, en lo cotidiano. Y que son nuestros pensamientos los que los generan.
¿Cambiar es fácil? No, no lo ha sido, todos los días trabajo en ello sin embargo, los beneficios se reflejan de inmediato en la relación.
Para mí, ha sido un alivio entender que la vida es individual, que no puedo esperar ni lograr que otro cambie, mientras que sí puedo cambiar mis expectativas, que lo único que puedo controlar son mis pensamientos; que si bien son el timón del barco, yo soy el capitán; entender que sólo lo que pienso es lo que me afecta; entender que no importa lo que el otro diga o haga, no puedo a cambiar a nadie, sólo a mí misma –¡y vaya si es una tarea más que suficiente! En resumen, ha sido un gran reto que te invito a intentar, Comprenderlo te lleva a darte cuenta de que esa frase bonita: “La paz y la felicidad son un estado mental que eliges”, es lo más cierto que hay.