¿Es posible lograr todo lo que queremos? Si nos hubiéramos dejado llevar por nuestras limitadas creencias, tales como “no vamos a poder, está muy difícil”, nos hubiéramos perdido una de las experiencias más exultantes de la vida. Lo bueno es que no supimos por anticipado cuán difícil sería.
Era adolescente cuando por primera vez vi esas imágenes que guardé para siempre en la memoria. No podía creer que en algún lugar del mundo existiera tanta belleza. Se trataba de un conjunto enorme de árboles con todos los colores del otoño –desde el amarillo fosforescente, los ocres, los dorados, hasta el rojo quemado–, que explotaban en las páginas de esa revista de portada amarilla que mi papá coleccionaba: National Geographic.
Durante muchos años soñé con conocer esos bosques. Ahora que tuve la oportunidad de hacerlo me doy cuenta de que no hay cámara, por más pixeles que tenga, que pueda captar el colorido, la magia, el misticismo y el gozo que los árboles emanan.
Es la naturaleza disfrutándose a sí misma de manera gozosa. No sólo es la vista la que se extasía, es el alma, es el ser junto con cada neurona y célula del cuerpo los que se funden con el todo.
Esos bosques de maples no se pueden apreciar dentro del caparazón de un coche; es necesario adentrarse en ellos paso a paso para percibir su energía, o bien hacerlo en bicicleta, como fue nuestro caso.
Es por eso que a ninguno de los 11 hermanos –consanguíneos y adoptados–, nos importó que el primer día del recorrido diluviara y nos mojáramos hasta quedar ensopados y sentir una alberca dentro de cada tenis. ¡Bah! Hasta la lluvia realzaba la hermosura de esa majestuosidad. Inyectados de vida, permanecimos empapados durante los 45 kilómetros que transitamos ese día en la zona de Woodstock, en Vermont.
Al día siguiente nos esperaban 77 kilómetros que recorrer acompañados de un sol resplandeciente; pero ignorábamos que para lograrlo tendríamos que sacar la actitud y el orgullo.
Nos encontramos con pendientes de 15º y 20º; si bien todos andamos en bicicleta en la ciudad, en el campo o en el gimnasio, con excepción de uno, ninguno de nosotros es atleta ni ha realizado un triatlón en su vida; así que el reto no era menor.
A ratos empujábamos a pie la bicicleta o nos deteníamos a descansar acostados sobre las hojas; sin embargo, al final del día descubrimos que cuando no te queda otra, cuando no hay otra salida más que asumir el reto, el cuerpo saca fortaleza de no sé dónde y responde –a regañadientes, pero responde.
A él no le gusta que lo saques de su zona de confort, todos lo sabemos; se necesita tener los dedos atrapados en la puerta para descubrir lo que somos capaces de hacer.
El enemigo son las creencias que desde la infancia anidan en los huesos del ser. Una vez instalada la convicción de que no podemos hacer algo, se convierte en una orden para la mente, que se manifiesta en nuestros actos. Si no razonamos las supuestas certezas que tenemos, las seguiremos experimentando automáticamente.
Ojalá comprendiéramos que la palabra “no” bloquea realmente nuestras posibilidades y que, por el contrario, tan sólo escucharnos decir “sí puedo” cambia la perspectiva por completo. Es cuestión de probarnos a nosotros mismos y empezar, como siempre en la vida, como un curioso o practicante, para luego ser adepto y, finalmente, maestro de nuestra vida.
Reconocer que nuestro pensamiento es una causa, resulta un ejercicio de tiempo completo. Así que corro a hacer aquello que creí que no podría, con una nueva convicción: las creencias son el enemigo.