La curiosidad te mueve a ver el primer capítulo de la serie Libre de reír. La primera duda que surge es cómo le hará Sofía Niño de Rivera para enseñar a hombres, mujeres y personas de la comunidad lgtb+ del Penal de Santa Martha Acatitla, a transformar sus tragedias en motivo de risa. ¿Cómo le va a hacer para lograr que los espectadores vayan más allá del juicio inmediato y empaticen con la vida de quienes han estado encerrados durante años en prisión? El reto no era nada fácil.
El objetivo final era llevar a los mejores standuperos que salieran de entre ellos a presentarse en un teatro en la Ciudad de México, ante un público diverso que incluía a las familias y los amigos. Para la producción del programa, esto significó tramitar el permiso para custodiar a los prisioneros y contar con un convoy de seguridad. Salir de la cárcel, aunque fuera por unas horas, era la gran ilusión de los presos. “¡Hasta el olor a gasolina es maravilloso!”, comentó uno de ellos.
Comencé a ver la serie de cinco capítulos, cada uno con una duración de 30 minutos, y la terminé en una sentada. Todos los personajes tienen algo que te mantiene frente a la pantalla. Conmueve ser testigo de la dureza de las historias, la honestidad con que las cuentan, las sonrisas y la complicidad que vemos entre compañeros.
“El chiste es reírte de tus tragedias, no que tus tragedias se rían de ti”, es la premisa que Sofía plantea en la primera clase –y continúa–, lo que te duele, lo sacas, lo vuelves comedia y te relajas; por eso la comedia es fantástica.”
Como primer ejercicio, las personas que participaron anotaron las cinco cosas que les “cagan” del mundo y de ellos, como les pidió Sofía. Así, una a una pasaron al frente del grupo a hacer una dinámica o rutina con esta base. Gracias a la excelente edición, somos testigos de su avance, su micro mundo, las diferencias que existen entre vivir afuera y vivir adentro, de sus sueños, sus arrepentimientos, lo que disfrutan y aborrecen. En el entorno carcelario, hasta el detalle en apariencia más insignificante cobra vital relevancia.
Entre líneas, nos enteramos lo que implica la maternidad tras las rejas, tanto para las madres como para los bebés; nos percatamos de que la amistad es el principal enlace para la supervivencia en un medio tan hostil; somos testigos de la ironía y la burla que suscitan enfermedades como el vih o la epilepsia, la discriminación hacia las personas gay, pero, en especial y sobre todo, la búsqueda del amor en cualquier circunstancia. Por ejemplo, al paso de los episodios, se nos revela la creatividad que hay que tener para buscar una pareja, por medio de cartas contrabandeadas, que establecen vínculos tan fuertes que incluso se contraen matrimonios sin que la pareja se haya visto antes las caras.
“Hacer comedia es algo serio”, expresa uno de los presos al darse cuenta de lo que en el fondo significa la experiencia.
Una vez que atestiguamos la selección de finalistas de Sofía, la inmensa emoción de salir unas horas a la calle para ver un mundo que para ellos ya cambió –como comenta uno de los participantes–, conmueve y nos hace apreciar aún más lo que damos por un hecho: la libertad.
Ante la ovación de pie de padres, hijos, nietos y hermanos agradecidos y conmovidos; ante la mirada de apoyo de sus amigos y las risas provocadas por sus historias, los espectadores trascendemos la condición de presos de los nuevos comediantes y los apreciamos en su humanidad, hasta percibirlos entrañables. Creo que Sofía y el equipo de producción de Gato Grande lograron su propósito.