Una maestra en quinto de primaria me cambió la vida. Después de haber reprobado el grado escolar, el primer día de clases del curso siguiente, cuando mis compañeras se formaban en las filas de sexto y yo en la misma del año anterior, me sentí muy mal. Siempre me había costado disciplinarme, entender, concentrarme y estudiar. Miss Elena, alta, de pelo negro, tez morena, muy seria, empezó a depositarme su confianza, a tal grado que, por no fallarle, me dediqué a estudiar y a portarme bien. Me descubrí otra niña. Me sentí valorada. Gracias a ella, los fundamentos de mi autoestima empezaron a construirse y a reconstruirse. Terminé la primaria y nunca más la volví a ver.
A veces, con cierta soberbia, pensamos que nos hemos hecho solos. Que la vida que tenemos, el éxito por alcanzar o ya alcanzado se debe nada más a nuestro esfuerzo, estudios, trabajo o suerte.
Asimismo, con frecuencia olvidamos reconocer a quienes, en etapas cruciales de nuestra vida, como la niñez y la adolescencia, contribuyeron a formarnos y definirnos.
Es un hecho que no nacemos con características positivas o negativas, las desarrollamos. Y existen esas personas clave que nos ayudan a moldear lo que somos. De ellas, un papá, una mamá, un maestro, un hermano o un amigo recibimos una multitud de regalos intangibles: su ejemplo, sus valores, su congruencia, amistad, apoyo o lo que sea. Y, por lo general, sólo nos detenemos a reflexionar en ello cuando estas personas ya no están con nosotros. Pensamos: “Cómo no le dije que…”, podemos completar la frase con un sinnúmero de cosas que se quedan atoradas en el corazón. Llenos de culpa, nos damos cuenta de que ya es tarde para rendir un tributo, para decir “gracias”. Gracias por lo que hiciste, lo que me enseñaste, lo que me dejaste… en fin.
Dice André Comte-Sponville, en su Pequeño tratado de las grandes virtudes: “nadie es causa de sí mismo ni, por lo tanto, de su alegría. Todo es una cadena de causas y todo nos toca y atraviesa”. Es cierto, hay quienes en la vida nos tocan más, nos tocan para bien y nos tocan para siempre.
A veces nos quedamos con ese hueco de nunca haber reconocido o agradecido a los grandes maestros que tuvimos, quizá por inmadurez, distracción o falta de conciencia.
Sin embargo, con el paso del tiempo, apreciamos más a los buenos maestros y sus enseñanzas. Entendemos los porqués y los para qué. Hoy pienso en los momentos cruciales y trascendentales, en esa red de coincidencias, de casualidades, de encuentros inesperados que se tejen para darle rumbo a nuestra vida. Los encuentros fortuitos con profesores, libros, cursos, situaciones, eventos transformadores o la ayuda de los demás. Nada es accidental. Una vez que somos conscientes de ello, todo conspira para llevarnos o continuar en el camino que, finalmente, es nuestra misión en la vida. Cotidianamente, sin maravillarnos lo suficiente, decimos: “Y por suerte me tocó este maestro”, “y por casualidad escuché esto”, “por accidente leí tal cosa…”, para olvidarlos al poco tiempo de estas milagrosas “coincidencias”.
Bien visto, cuando tenemos la mirada atenta a lo que la vida nos dice, toda circunstancia, persona o suceso es nuestro maestro. Si tan sólo nos percatáramos de ello oportunamente. Cuán necesarios son aquellos maestros como Miss Elena, que de alguna forma dejan huella, que señalan lo que está bien, que inspiran, que encienden una vela, contribuyen a nuestra formación y, quizá, a ser lo felices que ahora somos.
Gracias de corazón a todos los buenos maestros.