Hay una vieja hacienda que desde hace muchos años visitamos durante las vacaciones con la familia. En ella se encuentran unos juegos infantiles con resbaladilla, columpios, un carrusel de cuatro caballos, un subibaja y un volantín.
Todos los hijos y nietos –algunos ya adultos– pasaron o han pasado tardes enteras jugando en ellos. Seguramente en otros días brillaron con colores alegres e intensos y, si bien siguen en buen estado, por su diseño y cientos de capas de pintura verde oscura se aprecia que llevan por lo menos 50 años en el mismo lugar.
Un día, mientras contemplaba a los niños jugar, pensaba cuánto más atractivos se debieron haber visto con sus colores originales, mismos que ya nadie en la hacienda recuerda.
Eso mismo le sucede a la mayoría de nosotros: ya olvidamos nuestro color original, el primero, el real con el que llegamos al mundo. Cuando éramos bebés solía ser luminoso, brillante, lleno de bondad y paz pero la vida, poco a poco, nos aplicó una y otra capa de pintura verde, hasta hacernos creer que esa opacidad es nuestro verdadero tono.
Sin embargo, aunque no la podamos ver, la perfección original está, siempre ha estado y estará en nosotros. Una manera de llegar a ella es por vía de los que llamo “momentos sagrados”.
Seguro los has experimentado, son momentos en que percibes que algo dentro de ti se expande y rebasa tu cuerpo para unirse con algo mayor que no puedes describir con palabras, pero que sientes como una ola de paz y de amor infinito.
Por ejemplo, cuando caminas una mañana a solas en el campo, arrullas a tu bebé o nieto en brazos, escuchas música hermosa, te recuestas junto a tu hijo o hija, meditas o rezas, observas la mesa familiar en un momento de celebración, acaricias a tu perro o percibes el viento en la cara mientras ves una escena espectacular de la naturaleza.
De esos ingredientes se componen los momentos sagrados. Todos los hemos tenido.
Son pequeños regalos, pautas que el cielo nos arroja para mostrarnos y recordarnos que la vida es buena y perfecta a pesar de nosotros y de todo las complicaciones que podamos crear.
Nos los manda como una invitación a imitarla, para abrirnos la puerta interior y mostrarnos el sitio donde el gozo reside.
La mente en estos asuntos no interviene, al contrario, se calla por completo y las limitaciones desaparecen. Olvidas que habías olvidado ese lugar que se siente como “casa”. Dejas de ser Pedro, Lupe, Ricardo, Lola, para ser tú, sólo tú. No te falta ni te sobra nada, sólo estás. Por segundos entiendes lo que es la eternidad. Para sentirlos, percibirlos o verlos lo único que la vida nos pide es estar despiertos, no darlos por un hecho o dejarlos pasar desapercibidos.
Cuando te esfuerzas para mantenerte alerta y no perder esos momentos, vislumbras la perfección y el amor tanto en el afuera como en el adentro. Sólo que los momentos sagrados duran segundos. Después la mente se encarga de retomar la instrucción para volver a ver la pintura verde opaca de siempre, así como la pintura verde opaca de todos quienes nos rodean. Esa es la verdadera lucha que los seres humanos peleamos: lograr percibir el brillo de la vida en cada aspecto, persona o situación con que nos cruzamos.
Lo curioso es que, bien vistos, dichos momentos sagrados que nos conducen a despertar no nos transportan a un lugar nuevo o desconocido, más bien, y esa es su magia, nos llevan a recordar. Recordar que de algún modo ese lugar ya lo conocíamos; de hecho, una vez que lo tocas la búsqueda por regresar nunca termina. Ese lugar es nuestro verdadero ser.