Todos los días, a media mañana, las mujeres de la población salían con una canasta rebosante de ropa para lavar al hombro.
El río se encontraba a media hora de distancia, por lo que el camino les permitía platicar, ponerse al día, ver la naturaleza, sentir el aire y, sobre todo, disfrutar de un espacio para ellas mismas.
Mientras tallaban la ropa en el río las mujeres reían, contaban historias –sus historias–, lo cual las hermanaba y sanaba como pocas cosas. Regresaban con la cesta oliendo a limpio y una sonrisa en el rostro.
Pero un día la civilización llegó y el río fue entubado. Para facilitar el acceso al agua se colocó un pozo en medio del poblado. Si bien, por un lado, era la gran cosa, por el otro, los habitantes comenzaron a mostrarse más irritables, más tristes y malhumorados. Algo había cambiado, la alegría de la gente se había ido. Las mujeres ya no tenían el tiempo para reunirse, lo que había impactado a sus familias y al entorno entero.
Esta historia la escuché alguna vez de mi maestro africano Kitimbwa Lukangakye, con quien tuve la oportunidad de estudiar. Se trataba de su pueblo.
Las mujeres somos alquimistas. Podemos convertir lo ordinario en milagroso; ese es uno de nuestros poderes.
Desde el inicio de los tiempos, las mujeres estamos genética y psicológicamente programadas para crear, dar y nutrir. Sabemos detectar lo que una persona necesita, incluso antes de que ella misma lo sepa. Somos capaces de hacer lo que sea para hacer felices a quienes amamos, en especial las que somos madres.
El problema surge cuando nos convertimos en complacientes profesionales y nos olvidamos de nosotras mismas.
Para las mujeres vivir esos momentos para sí mismas es un asunto de sobrevivencia psicológica y espiritual. De otra manera, todas las tareas y lo que damos a quienes nos necesitan terminan por secarnos.
Necesitamos momentos de descanso, de soledad, de diversión, de reflexión; darnos por lo menos una hora al día sólo a nosotras mismas. Necesitamos recargar el espíritu para poder dar sin resentir y sin llegar al borde del desmayo. Necesitamos silencio. Necesitamos parar y escuchar nuestro corazón por un rato.
¿Por qué nos incomoda tanto darnos gusto?
¿Por qué sentimos que tenemos que regresar el doble a cambio del rato que nos dedicamos a nosotras?
Las mujeres en general, en especial las mamás, sentimos que al hacerlo abandonamos al mundo. Nos sentimos mal si decidimos agendar un espacio para leer, ir a una clase, escuchar música o simplemente estar.
Sin embargo, habría que considerar que, todo enojo, frustración o culpa vienen de lo que pensamos en el momento, no de la situación, la persona o el problema que creemos. Y toda la felicidad, gozo y paz también vienen de lo que pensamos.
Además, una de las formas mas valiosas en que podemos invertir nuestro tiempo y nuestra energia, es en el viaje hacia nuestro espacio interior, nuestro espíritu. Los beneficios que nos dan son mucho mayores a lo que cualquier objeto o posesiones materiales nos puedan dar; y el beneficio hacia los nuestros, insuperable.
Una vez que ellos ven en nuestros ojos ese brillo recobrado y sienten que nuestro humor, paciencia y presencia mejoran, comprenden. La transformación siempre será de adentro hacia afuera.
Mujer: haz un tiempo para ti.
“Es porque el mundo está tan en guerra que tu paz es tan necesaria.
Es porque el mundo está en tanta desesperanza, que tu optimismo es un regalo. Es porque el mundo vive tanto temor, que tu amor es un regalo”. Robert Holden