Hay pocas escenas tan conmovedoras como la de esa mañana. Luis y Raúl, dos hermanos, se abrazaban después de no haberse visto ni dirigido la palabra durante cuatro décadas. Luis, entonces de 76 años, era el mayor, y Raúl, de 73, el menor.
Los hijos de ambos nunca se conocieron, hasta que un día la causalidad orquestó el encuentro: "¿Cómo que somos primos?". Una vez que se identificaron, el hijo de Raúl le compartió a su primo que su papá tenía cáncer terminal y pocos días de vida.
Luis, al enterarse del estado de su hermano, decidió ir a visitarlo acompañado de sus hijos. En el momento en que los dos hermanos se reencontraron, después de toda una vida y frente a la mirada atónita de sus hijos, se abrazaron sin decirse una sola palabra. En el cuarto sólo se podía escuchar ese llanto amoroso que surge del fondo del alma, tanto el de los hermanos como el de los primos.
Cuán elocuente era ese lamento, cuánto se arrepentían los dos de no haber tenido el valor y la humildad de abrir el corazón años atrás para tener una conversación de esas que incomodan. Cuánto tiempo desperdiciado.
Hubieran querido decirse una infinidad de cosas, pero ya no era posible. El tumor en el cerebro de Raúl le impedía articular las palabras. Luis se quedó sentado junto a la cama de su hermano sus últimos tres días de vida, sólo le acariciaba la mano.
Lo que Luis ignoraba en ese momento era que él también tenía cáncer y que moriría cinco meses después. Las ironías de la vida.
Sí, los silencios matan. En especial cuando se convierten en rencores que impiden escuchar la voz del corazón. En este caso quizá les susurraba a ambos: “Llama a tu hermano…”.
Ten conversaciones incómodas
Es irónico, pero la calidad de tu vida depende del número de conversaciones incómodas que estés dispuesto a tener. ¿Por qué? Porque dichas conversaciones implican hablar con la verdad. Y la verdad duele, duele sacarla del archivo, duele ponerla en palabras y duele escucharla. Es mucho más fácil barrerla debajo del tapete, ignorarla, construir una trinchera y armarse de drama o incluso atacar al otro. Hacemos todo con tal de no sentir.
¿Cuánto tiempo y energía podemos desperdiciar por no enfrentar una conversación incómoda?, ¿un día, un mes, un año, una década, la vida entera?
Nos han dicho que la verdad nos hará libres. Sin embargo, creo que la verdad, por lo general, aterra. Cuando con cierto tono –el cual ya es en sí mismo un mensaje–, algún ser querido nos dice: "¿Podemos hablar?", de inmediato sentimos temor acerca de lo que estamos a punto de escuchar. Verdades como: “Ya no te quiero”, “Esto se acabó”, “Quiero hacer un cambio en mi vida”, “Renuncio”, “Te mentí” o incluso un “Te amo” son temas que paralizan el corazón.
No obstante, podemos darnos la oportunidad de considerar que esas conversaciones incómodas sirven para mejorar nuestra calidad de vida, desanudan relaciones, abren avenidas y limpian rencores; por lo tanto, ¡son muy sanas! Nunca imaginamos la sensación de libertad que se nos regala como recompensa tras ese rato desagradable.
Los silencios matan. En especial los silencios del rencor. ¿Qué hubiera pasado con la salud de ambos hermanos de haber tenido el valor de hablar, de perdonarse uno al otro y de sacar del cuerpo tanto rencor acumulado? Nadie lo sabe.
Viene a mi mente la frase de Hipócrates (460 a. C.-370 a. C.), el padre de la medicina: “No intentes curar el cuerpo sin antes haber curado el alma”. Y una de las formas es con una conversación incómoda.