Hay veces que la expresión más amorosa y elocuente es el silencio, pero le sigue la música. Ésta ejerce un gran poder. Su misterio y magia nos transforma; abre puertas interiores, se apodera del alma, tiene el prodigio de llevarnos de la mano hacia la luz y hacia el amor infinito, al menos así es para quienes hemos tenido la suerte de experimentarlo.
Me parece interesante saber que la forma en la que entendemos la música desde Pitágoras, filósofo y matemático griego del siglo vi a.C., es como ondas sonoras con determinadas frecuencias que generan una vibración. En un sentido matemático todo lo que existe suena y todo lo que existe tiene una conformación. Es decir, la vibración es música que llega del exterior y penetra en nuestro cuerpo. Sin embargo, nuestro cuerpo y alma desde el interior también generan su propia música.
La música que nuestros sentidos perciben contiene una magia que puede transportarnos a lugares remotos y a otros estados de conciencia. Esta intención ha existido desde siempre. De hecho, si hay algo en lo que todas las religiones del mundo coinciden es en incluir música en sus rituales. Desde el sonido de tambores, hasta coros angelicales o cantos gregorianos. Con ello buscan conectar el espíritu humano con Dios mediante la cadencia musical. Así, la frecuencia cardiaca se armoniza, la mente se calma y las células y la química interior responden. El resultado final es un estado armónico.
Eso es precisamente lo que estudia la neuromusicología, una nueva ciencia que analiza la manera en que la música actúa en la mente. Esta disciplina ha detectado que con ella las ondas del cerebro descienden de la frecuencia beta alta, del estado normal despierto, a rangos de alfa y theta, correspondientes con estados meditativos e inductivos de trance. Otro punto interesante es que la música armónica hace descender el nivel de las hormonas del estrés; mientras promueve el repunte de los químicos del bienestar, como la dopamina, las endorfinas, la serotonina y la oxitocina.
Lo que todavía la ciencia no se explica con certeza es qué tienen los sonidos que pueden tocarnos el alma, sanarnos y emocionarnos como ninguna otra cosa lo puede hacer.
Por otro lado, Pitágoras afirma que el alma existe y se llama enérgeia (energía). Y dicha energía, como la que emiten los planetas en el universo, emite su propia música, y nos dice: “Todos somos música. Las estrellas y los planetas son esferas musicales”; a lo cual agrega: “Todos somos uno. Formamos parte de un universo, de una realidad; entonces, si en el universo todos somos una unidad, somos como un cuerpo”. Lo que sucede en una parte afecta el todo.
El alma es un acorde
Pitágoras creía en el poder curativo de la música. Desde su visión, ciertas melodías apaciguaban pasiones poco sanas y conseguían la armonía del alma y, por lo tanto, del cuerpo: “El alma es un acorde y la disonancia, su enfermedad”.
Habría que ser conscientes de que nuestra actitud es una vibración y esa vibración se convierte en música. Con el cuerpo y la mente podemos emitir esa música que no son más que señales electromagnéticas generadas por el corazón y el cerebro principalmente y que otras personas captan. Así, una sola actitud mía o tuya genera una afectación en el todo, por dentro y por fuera.
Cuando nuestra actitud generamos armonía o disonancia en nuestra casa, nuestra familia y nuestro entorno, por lo que somos responsables de lo bueno o malo que sucede en el universo. ¡Vaya compromiso! Así que nos podemos cuestionar a manera de reflexión, ¿qué música transmito?