Un señor barbado se sostiene en una pierna sobre la tabla mientras dobla la otra de lado, la “postura del árbol” se llama en la práctica de yoga. Lo increíble de la foto es que mantiene el balance en una tabla de surf mientras sobrepasa una gran ola. Al pie de la foto se lee la frase: “No puedes detener las olas, pero puedes aprender a surfear”. El personaje es Swami Satchidananda quien en los años setenta fue maestro espiritual, yogui y monje hindú.
Este año 2020 puso al mundo de rodillas: nos condujo a la vaciedad y nos hizo contemplar nuestra pequeñez. A la vez que nos hizo valorar lo importante: la salud, el amor, la familia, la naturaleza y los amigos, nos invitó a ir al interior de nosotros mismos. Una cita a la que al principio acudimos a regañadientes, con soberbia y desdén.
Las olas no se detienen ni se detendrán, es parte del misterio de la vida. Lo curioso es que cuando estás postrado descubres el vacío. Parafraseando al escritor inglés Steve Taylor, un vacío que puede ser negro, frío y causar temor, o bien, un espacio radiante que brilla con suave quietud. La única diferencia entre ambos es la aceptación.
Escribo esto mientras pasamos en la familia una gran prueba de aceptación y paciencia. Surfeamos las olas minuto a minuto con un solo pie, enfrentando la dificultad de mantener el balance. Aceptar lo que es. Impedir que la mente secuestre los pensamientos y nos arrastre al infierno. Mantener el equilibrio con la mirada enganchada hacia arriba. Si caemos de la tabla, la fuerza del mar nos abatirá.
El sostén es un gancho que surge del interior y se ancla a una fuerza que no vemos pero está ahí, es parte de nosotros y de la naturaleza, se encuentra en cada elemento, átomo y partícula del universo. Pero, a pesar de estar siempre presente, nos desconectamos de ella por completo mil veces al día y visitamos el infierno mental.
Vivir el presente es una forma de anclaje. Es poner en práctica todo lo que hemos leído, aprendido, anhelado, como mantenernos abiertos y equilibrados ante los ineludibles cambios de corriente. Por momentos, lo logramos. La mente se detiene y disfruta cada detalle. Vislumbro una escena –como la que tantas veces hemos disfrutado– en la que la familia y los amigos estamos sentados alrededor de una mesa en un jardín, con una copa en la mano, y recordamos viajes y anécdotas mientras reímos a carcajadas y brindamos por la vida.
A esa escena me aferro. Algo bueno saldrá de la agitación no sólo familiar sino mundial de este 2020. Confío en la fuerza de la vida que surgió después de un big bang, según nos dice la ciencia. O que, en el hecho de que toda especie viva tiene que sentirse amenazada para crecer, superarse y aprender a volar. Quiero pensar que este momento es parte de nuestro desarrollo. Si nos mantuviéramos en la comodidad del sillón de la vida, nunca creceríamos. Al igual que nos proponemos cargar pesas o decidimos comenzar a correr cuando queremos tonificar los músculos, el cuerpo al principio sufre, pero con el tiempo gana energía, tono y fortaleza.
Deseo con toda mi alma pensar que eso nos sucederá, que después de estos días de abismal vacío, todo el planeta como mi familia resurgirá más madura, aterrizada, sensible, unida y conectada con Dios.
Sin embargo, mientras eso sucede, seguimos surfeando con un solo pie las enormes olas.