¿Qué pasaría si un día desaparecieran los espejos y las superficies reflejantes?
Me pregunto si, quizá nos ocuparíamos más de esa parte nuestra que no envejece, que siempre se siente joven. Quizá nos sentiríamos más plenos y tendríamos una autoestima más sana. Quizá dejaríamos de pelear con la apariencia del cuerpo, las arrugas, las canas, terminaríamos con la obsesión de alcanzar determinada imagen la cual, queramos o no, sólo nos trae decepciones. Y quizá, también, seríamos más felices.
Me ha venido esta reflexión, ahora que cumplo 70 años. El número me confronta. De joven, visualizaba esa edad como la de una mujer encorvada y de bastón, que el imaginario colectivo nos insufla en la mente. Sin embargo, me siento plena y con muchas ganas de vivir al menos 30 más. Si bien, creo que la idea de la vejez ha cambiado, no cabe duda de que es imposible pelear con ese “virus” letal, para el que todavía no hay cura ni se ha encontrado manera de vencerle, llamado: tiempo.
Ahora en las vacaciones, a pesar de que me siento fuerte, dos de mis nietos y tu servidora nos metimos a la mar turquesa de Cancún. Ellos tienen 21 y 12 años. En un momento dado, me di cuenta de que la corriente nos había arrastrado hacia la derecha y nos alejó mucho de nuestro punto de entrada, donde la familia y sus ojos vigilantes se encontraban. “Hay que nadar de regreso”, les grité, haciendo la seña con el brazo. A mis nietos les bastó dar dos brazadas para llegar, mientras que yo braceaba sin avanzar un ápice. Mi orgullo recibió una estocada. No hay manera de vencer a la juventud.
Es cierto que “envejecer es para valientes”, como dice dice Tere Márquez en su divertido libro “Transición”. Hay algo que duele. Lo compruebo con las pequeñas pérdidas que inevitablemente vivo; sin embargo, he decidido hacerlo de una manera congruente y alegre. Me siento plena. Compruebo aquello que algún día publicó la agencia Gallup y decía que la felicidad en la vida es una “U”. Somos tan felices a los 70 como lo fuimos a los 20, con la ventaja de la sabiduría adquirida.
De igual forma, he decidido que prefiero un rostro con arrugas naturales. Me niego a convertirme en una cara perfecta con páginas en blanco y sin historia que a nadie engaña, más que a la propia percepción. Esto a pesar de que cuando veo el iPad hacia abajo y la cámara enfoca hacia mí, me confronta una realidad difícil de aceptar: los pliegues de la piel del rostro. Una visión que me hace buscar con apuro el icono para voltear la cámara hacia la otra dirección, como si con ello la verdad desapareciera o se borrara.
Pero… tampoco me voy a cruzar de brazos. No voy a permitir que el virus del tiempo tome completo control de mí, sin enfrentar oposición. Continuaré con mi trabajo y estudios. No dejaré de pertenecer al mundo por voluntad, desidia o cobardía. Estoy determinada a dar mi dosis de batalla diaria, a través del ejercicio, el buen sueño y la alimentación. Me propongo conocerme y divertirme más. Valorar lo que mis amigos, la naturaleza, la lectura y el escribir me dan.
Estoy decidida a nutrir esa parte nuestra que de jóvenes olvidamos; empeñados en el esfuerzo de ser reconocidos, aceptados y exitosos. Esa parte que no se revela en el espejo y es lo que en verdad nos proporciona bienestar, paz y contentamiento: el ser.
La realidad es que un mundo sin espejos y superficies reflejantes es imposible. No obstante, a través del tiempo, podemos convertirnos en un cristal transparente en el que la belleza de las riquezas internas ilumine la propia vida y se reflejen hacia todos a nuestro alrededor.