La miras y crees reconocerla, pero algo “no cuadra”. Has visto en otro lugar la famosa escultura de mármol blanco en un gran pedestal compuesta por tres figuras que parecen girar en el espacio para componer una escena, pero… ¿algo es diferente? La mente se inquieta.
Te encuentras en el centro de la gran rotonda de la Bourse de Commerce en París, recién renovada por el arquitecto Tadao Ando y patrocinada por la colección Françoise Pinault. La escultura que observas es El rapto de las Sabinas, creada en el siglo xvi por el artista italiano Giambologna.
¿Qué hace un pedazo del brazo de una de las figuras en el suelo? ¿Por qué la figura femenina no tiene cabeza? La mente confundida se pelea con lo que los ojos perciben.
De pie en esa gran rotonda central, cubierto por un domo circular de vidrio transparente nunca visto –al menos por quien esto escribe–, volteas la mirada a las otras piezas que rodean la instalación.
En medio del deslumbramiento por el espacio y la situación, notas la figura de un hombre de pie, recargado sobre una pierna, con las manos en los bolsillos, vestimenta actual y lentes en la frente con los que observa y evalúa su obra. Se trata de una réplica del mismo artista, el suizo Urs Fischer, artista contemporáneo, que también se derrite. Entonces captas que todas las piezas, incluso la principal, están hechas con cera pigmentada que crea un efecto totalmente real. Ahora entiendes. De la confusión pasas a la pesadumbre de una realidad.
Al acercarte a la pieza del hombre de pie ves una pequeña mecha entre su hombro y la espalda, que provoca que la cera se vuelva líquida y destruya de manera paulatina, tanto a él, como a la instalación principal y a cada una de las diversas piezas expuestas. El corazón se estruja y paraliza por segundos. Una frase de Nietzsche viene a la mente: “Para que un cerillo ilumine, se tiene que consumir”.
Fischer nos hace ver de manera extraordinaria una realidad que solemos evadir. Las esculturas son nuestro espejo, nuestra existencia. Reflejan, en un silencio abismal, el hecho de que un día desapareceremos; por más sanos, jóvenes, atletas y fuertes que parezcamos, todos tenemos una mecha prendida dentro de nosotros. Esta obra materializa la impermanencia de las cosas, de la vida y de nosotros mismos en el planeta. Es muestra de la entropía inevitable que hace que lo que hoy tiene forma, la pierda con el paso del tiempo.
Contrario a lo que pensamos, saber que vamos a morir no es algo trágico, pesimista o negativo; al contrario, nos ayuda a valorar la vida y nos da el regalo de estar más despiertos y presentes, de disfrutar cada bocado, cada vaso de vino, cada cielo y cada beso, cada día y cada todo. Si siempre tuviéramos conciencia del privilegio de estar vivos, daríamos otro sentido a cada instante y vivencia, a nuestra existencia. No es lo mismo vivir un instante sin saber que moriremos, que vivir ese mismo instante sabiendo que un día lo haremos, pues, el saber da sentido y hace que ese instante se vuelva único.
Como dirían los hedonistas, comamos y bebamos porque un día moriremos. Nuestra obligación aquí en la Tierra es vivir con placer y vivir apasionados. Si uno de estos dos elementos nos falta, viviremos “cojos”; si nos faltan los dos, entonces seremos muertos vivientes. La obra de Fischer nos hace conscientes de que traemos una pequeña mecha encendida en el interior y nos devuelve a la vida.