Steven Callahan jamás se imaginó lo que viviría. El arquitecto naval estadounidense de 32 años zarpó de las Islas Canarias el 29 de enero de 1982, en un velero diseñado por él mismo que le llevó tres años construir.
A los cinco días de iniciado el viaje, un golpe seco en el casco –se cree que dado por una ballena– lo despertó. El impacto hizo que su barco se hundiera en segundos. Se encontraba solo y perdido en medio del océano Atlántico a 1,300 km de distancia de la costa.
Esa noche, Steven logró subir a una lancha inflable en la que alcanzó a meter un equipo de emergencia, algo de comida, una antorcha y un balde para recoger agua de lluvia. “Ahora tengo dos opciones: o conducirme hacia una nueva vida o dejarme morir.” Eligió la segunda y viviría 76 días de naufragio.
Stephen sabía que sus mayores problemas no serían el hambre ni la sed, sino el derrumbamiento psicológico y el desánimo. En ese periodo de soledad y desesperación pensó: “Uno escapa del barco que se hunde y una vez dentro del bote salvavidas eres presa de la desorientación. Te empiezas a preguntar cosas del estilo de: '¿Cómo puedo sobrevivir aquí, hacia dónde debo ir?” Después de haber perdido 20 kilos, pensaba. “Cada día es un regalo, no un derecho” como escribió en su libro Adrift: Seventy-six Days Lost at Sea.
El 21 de abril de 1982, un barco pesquero lo rescató. Eso no hubiera sucedido sin un ingrediente vital previo: su actitud.
¿Qué o quién es tu lancha inflable?
Es probable que en esta desorientación que vivimos, muchos de nosotros nos hagamos las mismas preguntas que Callahan: ¿Cómo puedo sobrevivir aquí, hacia dónde debo dirigirme? De la misma manera, muy posiblemente sabemos que el hambre o la sed no serán nuestros mayores retos, sino el desplome psicológico y el desánimo moral.
Es un hecho que vivimos en el sentir de nuestro pensar. Es decir, nada afecta más cómo nos sentimos que lo que pensamos. Todo enojo, frustración, tristeza o culpa provienen de lo que pensamos en el momento, no de la situación, las personas o problemas que tenemos. De la misma manera sucede con el amor, la felicidad y el gozo: los antecede un pensamiento.
Una de las características humanas es que podemos elegir. Sin embargo, la manera de sentirnos afecta las decisiones que tomamos. Pienso y siento, luego decido. Reconocer esto, puede cambiarnos la vida.
Cuando te sientes cansado, hambriento o con dolor de garganta, la mente no tiene la claridad necesaria para tomar una decisión inteligente. Es por lo que, dentro del naufragio o la incertidumbre en la que vivimos, tenemos que procurarnos momentos de descanso, placer y tranquilidad. No sólo por salud física y mental, sino por el bien de nuestras decisiones y de quienes nos rodean.
Finalmente, lo único importante es vivir tranquilo con uno mismo, para así dar tranquilidad a los demás. ¿Cómo procuramos ese sosiego? ¿Qué o quién es nuestro bote salvavidas? ¿Eres consciente de estos aspectos?
Analiza tu día cotidiano. ¿Qué te hace sentir bien? Puede ser tu pareja, un amigo, tus amigas, los hijos, el trabajo, la lectura, dar un paseo en la naturaleza, la música, el ejercicio, armar un rompecabezas, una clase por Zoom; quizá recostarte en un sillón cómodo que te acoge después de un día largo. Procúralos ¡y no los sueltes! Evitarán o aminorarán el desmoronamiento anímico.
Sin embargo, una vez que los tengas en tu lancha inflable, ten en cuenta que para que la vida te rescate lo más importante siempre es y será tu actitud.