Creemos conocernos: jajaja, ¡sí, cómo no! Si alguien nos pidiera describirnos, podríamos ufanarnos, decir que tenemos excelentes cualidades: afabilidad, serenidad, simpatía, ingenio, eficacia y demás. Y que buscamos la superación, el crecimiento, la cultura, la espiritualidad con gran afán; claro, siempre y cuando todo en nuestra vida se encuentre acomodado.
Pero, ¿quieres en verdad conocer a la persona frente al espejo? Ponla en una situación de estrés o que amenaza aspectos vitales, ya sea emocionales o físicos, como el amor, la familia, la salud, la estabilidad económica, la seguridad, el trabajo, la paz social y demás valores que decimos apreciar, y verás quién realmente es.
Ante el estrés, el temor y la emergencia, la vida nos arranca las máscaras prefabricadas para cada papel y situación. Es en la desnudez que revelamos nuestro “pequeñísimo yo”, tan sombreado, carente y limitado. Incluso hay quienes sólo les basta una dosis de “poder” para mostrarlo, pero ese es otro tema.
Cuando menos lo esperas, la vida te coloca frente a un desafío que pone a prueba tu templanza, fortaleza, paciencia y todas las virtudes que crees poseer. El examen es sorpresa, llega sin previo aviso, ¿acaso para aprender lo que necesitas y no sólo lo que quieres de la vida? Está bien, lo malo es que suele llegar envuelto en dolor y sufrimiento.
A unos, dicho examen nos llega más tarde que a otros. Incluso hay quienes por desgracia lo traen bajo el brazo desde el día en que llegaron a este mundo. Ignoro si alguien se salve de presentarlo en el transcurso de su vida, la cuestión es que te confronta con tu verdadero yo, con tus temores más grandes y limitaciones. Pero hay formas de vivirlo que no son de desazón.
Pensemos en un árbol. Al verlo, apreciamos el tronco, las ramas, la fronda, las flores y los frutos. Sin embargo, hay una parte que no vemos por estar sumergida en lo profundo de la tierra. Sus raíces vencen obstáculos y se enredan entre piedras, barro, grava o arena para buscar el alimento que le permita vivir y fortalecerse. De hecho, su vida depende de esa otra mitad que se encuentra en la oscuridad absoluta.
Somos como el árbol
Quiero pensar que somos como el árbol. La diferencia es que temblamos al ir a la negrura de lo profundo, a ese lugar donde el temor nos hace rechazar o desconocer la otra mitad de lo que somos, sin darnos cuenta de que no hay follaje ni flores sin raíces, dificultades y oscuridad.
“Conócete a ti mismo” es uno de los aforismos más famosos de la antigüedad griega y ahora comprendo por qué. Nos exige responder a las preguntas difíciles de la vida: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy. Y eso significa penetrar la tierra y encarar con valor las situaciones límite, que seguro (esperemos) nos harán crecer.
Todo cambia y, como el árbol, hoy no somos los mismos que fuimos ayer. Formamos parte de la fugacidad de la vida. Sin embargo, el regalo de estar vivos implica buscar la luz, confiar en el bien, desarrollarnos y gozar de quienes somos –y ser conscientes de ello–, incluida nuestra parte de luz y la de oscuridad.
Es un hecho que la sabiduría no se adquiere mediante estudios, libros o gurús, sino por las experiencias vividas, sufridas o gozadas al atrevernos a reconocer ante ellas nuestra pequeñez y asirnos a ese otro “yo enorme”, perfecto y amoroso que también reside en nosotros. Como no podemos controlar nada más que nuestras raíces que son nuestros pensamientos, concentrémonos en buscar ahí la armonía, que de lo demás, la vida se encarga.