Hace alrededor de tres años, me encontraba vacaciones con mi esposo de visita en un pueblo pequeño, rodeado de bosque a la orilla de un lago en Austria, cuya belleza natural es por todos conocida. Con la ilusión de caminarlo, un día me levanté temprano, me vestí con ropa de ejercicio, tenis y chamarra. A esa hora no había un alma a la vista, sólo se hacían presentes el aire fresco, la comunión con la naturaleza y las montañas con una belleza que quitaba el aliento.
El contorno del lago consta de 7.5 km. Después de haber caminado unos minutos, una señora de cerca 60 años en bicicleta me rebasó, iba ataviada con un vestido amarillo muy ligero para el frío que se sentía, de pronto se detuvo. Desmontó la bicicleta, descendió un par de metros, se quitó el vestido y se metió a nadar como Dios la trajo al mundo. Me quedé perpleja. No había nadie alrededor. “¡Qué atrevida y qué frío!”, pensé. ¡Pero qué delicia y qué envidia!
El tono rojizo del sol tempranero tocaba la superficie plateada del lago y producía magia. Podía apreciar el gozo de la mujer, su libertad, el disfrute del momento a pesar de la temperatura del lago, resultado del deshielo de las montañas circundantes. Después me enteré que nadar en el agua helada era una costumbre muy antigua del lugar.
“En mi otra vida quizá me anime…”, me dije y continué mi camino como si nada, para no robar a la señora la privacidad que deseaba. Habré avanzado medio kilómetro, cuando por dentro una voz me reclamó:
—¿Cómo que en tu otra vida? ¡Ahorita es cuando, es ahora o nunca!
—No traigo toalla —traté de argüir.
—¿Y qué más daaaa!
Me armé de valor e imité a la señora del vestido amarillo. Descendí en un lugar que me pareció apropiado, me quité la ropa y me concentré en la belleza y el silencio del momento. Uno, dos, tres… Me sumergí. Poco a poco y sin pensarlo nadaba absolutamente sola en medio del lago. ¡Sentí una dicha enorme!
Mi percepción de las montañas, el cielo y el agua cambió como si hubiera presionado un botón y el rededor cobrara otro tipo de intensidad, más viva, más poderosa y de una belleza inimaginable. Fue como si a todo le hubieran quitado un velo y se viera más real que lo real.
Me sentí viva y parte de todo aquello. El cielo exterior era el mismo cielo que sentía por dentro. Nadaba sola, mas mi experiencia era la de ser parte del lago, el aire y el bosque, en plenitud total. Todas las preocupaciones desaparecieron.
Después de largos minutos salí del agua y me vestí como pude. El velo parecía regresarme a la normalidad y cubrir la existencia de nuevo. Sin embargo, la vivencia quedó tatuada en mi alma.
De regreso al hotelito para desayunar, traté de asimilar lo acontecido. Ignoro si el agua fría, el esplendor del lugar o la sensación de estar sola en medio de un lago enorme fue lo que me hizo transitar a otra dimensión donde el mundo se expande y se vuelve más rotundo. Un plano que se abre a nosotros al momento de estar presentes. Lo que si estoy segura es que esa otra realidad intensificada siempre está ahí para transitarla si lo decidimos. ¿Cómo?
Steve Taylor, psicólogo y autor de varios libros de espiritualidad y ciencia, afirma que, por lo general, ese tipo de experiencias se dan de manera espontánea; sin embargo, en la mayoría de los casos se asocia con ciertos disparadores, actividades o situaciones, como el contacto con la naturaleza y el que cada célula sea llevada al momento presente. Ese llamado que todo maestro, gurú, religión o corriente espiritual nos hace: estar presente. Eso tan sencillo es lo que nos lleva al despertar.