Los árboles del bosque de hayas comienzan a cambiar de tono. Su verde intenso se torna amarillo, luego naranja, para después pasar al rojo y, en el invierno, tener las copas desnudas por completo. Todo esto es parte de la absoluta impermanencia de la vida.
La majestuosidad del lugar que apreciábamos en compañía de un grupo de amigos, a lo largo de la travesía a caballo por ese bosque, nos llevaba al silencio y a la reflexión. La naturaleza es una gran maestra. Ante el hecho incontrolable de la caída de las hojas, los árboles no inclinan sus ramas para recogerlas, no reclaman, aceptan lo que los seres humanos con frecuencia resistimos porque buscamos la seguridad, lo predecible y todo aquello que nos garantice certeza. Pero nuestras expectativas de manera inevitable nos llevan al sufrimiento.
Deseamos que los niños se queden en la etapa graciosa, que nuestra salud esté intacta, que el espejo no muestre una nueva arruga o que nuestros seres amados permanezcan con nosotros para siempre. Pensamos que si hacemos o no hacemos tal o cual cosa, podremos controlar la vida; mientras, ella se ríe de nosotros.