Los árboles del bosque de hayas comienzan a cambiar de tono. Su verde intenso se torna amarillo, luego naranja, para después pasar al rojo y, en el invierno, tener las copas desnudas por completo. Todo esto es parte de la absoluta impermanencia de la vida.
La majestuosidad del lugar que apreciábamos en compañía de un grupo de amigos, a lo largo de la travesía a caballo por ese bosque, nos llevaba al silencio y a la reflexión. La naturaleza es una gran maestra. Ante el hecho incontrolable de la caída de las hojas, los árboles no inclinan sus ramas para recogerlas, no reclaman, aceptan lo que los seres humanos con frecuencia resistimos porque buscamos la seguridad, lo predecible y todo aquello que nos garantice certeza. Pero nuestras expectativas de manera inevitable nos llevan al sufrimiento.
Deseamos que los niños se queden en la etapa graciosa, que nuestra salud esté intacta, que el espejo no muestre una nueva arruga o que nuestros seres amados permanezcan con nosotros para siempre. Pensamos que si hacemos o no hacemos tal o cual cosa, podremos controlar la vida; mientras, ella se ríe de nosotros.
A esta creencia ilusoria, el maestro tibetano Chögyam Trungpa le llamaba “la ansiedad fundamental del ser humano”. Esta ansiedad no es algo que aflige a unos cuantos, es un mal que aqueja a todo ser humano. ¿Cómo aceptar los cambios en nuestra propia vida y las incertidumbres que enfrentamos a cada paso?
Seamos conscientes o no, el suelo que pisamos siempre está en movimiento. Nada es duradero, ni nosotros. El sentimiento que provoca vivir en la ambigüedad nos hace asirnos al placer y tratar de evitar el dolor, por ello nos distraemos horas en las pantallas, procuramos la comida y la bebida o trabajamos hasta anestesiarnos. Hay momentos en que logramos que físicamente no nos duela nada y estamos mentalmente estables. Pero en un tronar de dedos aparece un achaque o la angustia mental.
La filosofía budista nos enseña que no es la impermanencia en sí ni saber que somos mortales lo que nos causa sufrimiento. “Nuestra incomodidad surge al resisitir la incertidumbre de nuestra situación; intentar poner todo nuestro esfuerzo en ordenar el terreno bajo nuestros pies. La resistencia al cambio se llama sufrimiento”, comenta Pema Chödrön en su libro Living Beautifully.
La verdadera felicidad es aceptar la vida como es. La práctica de este precepto es tan fácil como difícil. Implica controlar el control, soltar el apego a querer que las cosas y las personas sean de determinada manera, renunciar a la sensación que proporcionan el yo quiero, yo soy, yo necesito, a mí me gusta, o bien, yo no quiero, yo no deseo, yo no necesito o a mí no me gusta. Estas posturas nos enganchan inexorablemente al sufrimiento.
“Se requiere hacer lo mismo que con un dolor físico, aceptarlo con conciencia e inhalar y exhalar desde ese punto doloroso hasta que la sensación pase. Si lo has hecho, sabrás que es un método bastante milagroso. Abrirse por completo a la sensación incómoda, sin engancharse a ninguna historia creada por la mente, como: 'esto es malo, no me debería sentir así, nunca va a desaparecer'. (...) Cuando, aunque sea por un momento, experimentas el dolor sin juzgarlo como bueno o malo, tus ideas sobre él, incluso el dolor mismo, se disuelven.”
Abrazar la incertidumbre inherente a la vida, sin el impulso constante de controlar o verificar si lo hacemos bien o mal, nos permitirá relajarnos y encontrar paz. Finalmente, esa es la meta de cualquier tipo de crecimiento interior: tener el valor de soltar las hojas.