El fin de semana pasado visitamos la casa de los abuelos, en el pueblo de Tepoztlán, Morelos. Las guardianas de dicho hogar son tres perras, que cumplen muy bien su tarea. Tan buenas acompañantes de caminatas, alegres como pueden ser una labradora y dos terrier ratoneras, aunque también celosas y, estas últimas, muy territoriales.
Cada vez que llevamos a nuestra pequeña perra citadina de visita a Tepoztlán, al regreso duerme dos días enteros: tratar de caer bien es agotador. Se esmera tanto por ser aceptada por las lugareñas, que hace hasta lo indecible: las persigue, les hace gracias, intenta jugar con ellas, las imita. No obstante, lo único que recibe, visita tras visita, son desaires. Sin embargo, es estoica, su deseo de ser aceptada es tal, que nunca se da por vencida.
Esto es común en todo tipo de animales, incluidos los seres humanos. Nada puede ponernos en una situación de vulnerabilidad o ser tan golpeador al alma y agotar más al cuerpo como sentir que “no pertenecemos”. Creo que, en algún momento de la vida, todos hemos probado el amargo sabor de la defenestración.
Dicha sensación puede ocurrir dentro de la propia familia, cuando un hijo no se siente aceptado por sus padres, en la escuela, cuando una niña no es aceptada por la maestra o bien por sus compañeras de salón, en algún equipo de deporte, cuando se es novato, dentro de alguna religión a la que no pertenece la pareja o cuando en algún país se vive como refugiado o expatriado. Sobre todo duele mucho cuando sucede por diferencias de género, raza o clase.
Pertenecer es algo que todos ansiamos y necesitamos; no es algo que se quite con los años o con la madurez, como podríamos pensar. A pesar de ser adultos esa necesidad primaria sigue latente. Por ese motivo procuramos a la familia, buscamos a nuestro incondicional grupo de amigos, con el que nos sentimos en casa o cantamos el himno nacional, sin importar la edad. Pertenecer nos conforta, nos da un piso sobre el cual pararnos, nutre y proporciona sentido a nuestra existencia.
Sin embargo, a veces pensamos que para ser aceptados requerimos de algo externo, quizá un logro, un tipo de físico, un puesto laboral, una creencia determinada, un nombre, la aprobación de los demás o presentarnos de alguna manera, pero nos equivocamos. Brené Brown, investigadora en la Universidad de Houston, Texas, define la pertenencia de la siguiente manera:
Pertenecer es el deseo innato del ser humano de ser parte de algo más grande que nosotros. Dado que este anhelo es tan primario, con frecuencia tratamos de adquirirlo al embonar y buscar aprobación, que no sólo son dos sustitutos falsos de la pertenencia, sino con frecuencia se vuelven barreras. Pertenecer de verdad únicamente sucede cuando presentamos nuestros auténticos, imperfectos seres al mundo, nuestro sentido de pertenencia nunca puede ser más grande que el nivel de autoaceptación.
La autoaceptación parece ser la clave. Si no me aceptas tal vez es porque yo no me acepto. Se necesita tener el valor de pararse frente a uno mismo totalmente solo. Pertenecer-nos. Una vez que eso sucede y creemos por completo en nosotros, la verdadera aceptación llega.
“Pertenecer-nos” significa tener el valor de levantarnos solos, de salir a la selva de la incertidumbre, la vulnerabilidad y la crítica. Fácil no es. Sin embargo, todos estamos hechos de la misma sustancia. Somos nuestro propio manantial. Estamos completos tal y como somos, comprender esto requiere tiempo y trabajo interior. Sin embargo, como dice Maya Angelou, poeta y activista estadounidense: “Eres libre cuando te das cuenta de que no perteneces a ningún lugar y perteneces a todos lados. El precio es alto. La recompensa enorme”.