“Llegué a mi casa cuando salía el sol. Gaby dormía, pero me sintió y de inmediato me preguntó: '¿De dónde vienes a estas horas?' Mi respuesta fue: 'Compré un DC-6 pero se me hundió en el pasto del camellón'. Con los ojos desorbitados por el asombro, me dijo 'acuéstate, mañana hablamos…' Ya después me confesó que creyó que estaba drogado por lo inverosímil de mi narración. Era el año 1957.”
Lo anterior lo escribió Joaquín en un breve relato para su familia. Lo que nunca imaginó es que ese acto descabellado sería el inicio de un futuro insospechado.
Joaquín estudió hasta 6º grado de primaria en la escuela Benito Juárez, pero su habilidad como vendedor era nata. A los 21 años de edad, después de haber perdido un ojo en un accidente de trabajo, llegó a una tienda del Centro Histórico de la Ciudad de México y solicitó empleo de vendedor a comisión (sin sueldo) de línea blanca. Pronto destacó y se convirtió en el mejor vendedor de la tienda, pero Joaquín soñaba con mucho más.
Después de varios años, logró su sueño de venderle “hasta el último tornillo” a la Fuerza Aérea Mexicana. Con las comisiones de dichas ventas construyó una gasolinera en el Boulevard Puerto Aéreo, la cual llenó de innovaciones, por lo que pronto rompió el récord de ventas de gasolina en todo el país.
Una pesadilla y un sueño juntos
Un día se enteró de que en el terreno ubicado frente de la gasolinera, el Seguro Social celebraba un remate de aviones inservibles. No aguantó la tentación y atravesó la calle para verlos.
Sin pensarlo mucho, adquirió un avión de pasajeros canadiense Northstar, con 40 plazas, versión de un DC-6, con cuatro motores Rolls Royce ingleses por 30 mil pesos, precio que, aun en aquel entonces, era una ganga. Dicho avión se había descompuesto por haber estado en tierra sin volar más de un año. Joaquín de inmediato pensó que serviría muy bien como publicidad para la gasolinera, por lo que se apuntó a la compra. “Bien, te lo vendo Joaquín, con la condición de que lo retires del campo de aviación en 24 horas.”
“¿En 24 horas! ¿Cómo?” De volada se las ingenió para comenzar a desplazar el avión hacia su negocio, pero se encontró con mil obstáculos que nunca contempló. Al intentar cruzar el camellón con jardín que en aquel entonces dividía el boulevard, el aparato se hundió por su propio peso. Fue el inicio de una pesadilla. El tractor que lo jalaba no logró moverlo un ápice, por lo que solicitó al aeropuerto un súper tractor para que lo auxiliara. En el ínter se armó un lío espantoso porque el avión, atravesado como estaba, bloqueaba el paso de los automóviles.
A eso de la una de la madrugada, cuando el espectáculo del caos estaba en pleno apogeo, llegó a salvarlos el tractor de Aeroméxico. Pero el problema fueron entonces los cables eléctricos del Trolebús que corrían paralelos a la banqueta y no permitían el paso de la aeronave, cuyo empenaje tenía ocho metros de altura.
Después de muchos gritos, claxonazos, cables de acero y manos en la frente, por fin pudieron pasar las 20 toneladas al terreno adjunto a la gasolinera.
Esa noche supo que la compra de ese avión –esa locura–, daría un vuelco a su vida.
La sensación
Joaquín Vargas era mi padre. Recuerdo que los fines de semana nos llevaba a mí y a mis cuatro hermanos de entonces, a ver a la gente hacer largas filas para subirse y conocer el avión. Papás, abuelos y niños deseaban conocerlo por dentro: la cabina de pilotos, los miles de botones en el techo y los controles de mando eran para muchos, como para mí, ciencia ficción pura. En ese entonces, hace 55 años, eran muy pocos los privilegiados que podían surcar los aires en vuelos comerciales.
Al ver el interés de la gente, a mi papá se le ocurrió forrar los cabezales de los asientos en colores llamativos: rojo, naranja, tonos de azul, y adaptar los asientos como “gabinetes” para servir a bordo helados, refrescos, sándwiches y gelatinas. Había un menú de paquetes con nombres temáticos atractivos, por ejemplo, el “Vuelo México-Madrid” constaba de hamburguesa, papas y malteada, el “Vuelo México-Nueva York” de hot-dog y refresco.
Las meseras vestían con uniformes de sobrecargo, mismos que sólo se veían en las películas, por lo que resultaban fascinantes. La ensalada rusa y las gelatinas que se ofrecían se preparaban en mi casa y se llevaban a diario. Yo me sentía muy orgullosa de él y de mi mamá, quien siempre lo apoyó en todo.
“Confieso que en mi vida he tenido muchas pruebas de que existe algo superior que siempre nos acompaña y previene de peligros, guiándonos por el camino seguro, lo único que nos pide es que sigamos sus directrices”, escribió para nosotros.
Quién le iba a decir que esa locura que realizó en 1957, lo llevaría al nacimiento de un negocio que nunca soñó: una cadena de restaurantes llamada Wings, que 55 años después todavía existe.