A Pablo
“No es el hombre crítico el que importa; ni el que se fija en los tropiezos del hombre fuerte o en qué ocasiones el hacedor de andanzas podía haberlo hecho mejor”.
“El mérito pertenece al hombre que está en el ruedo, con el rostro estropeado por el polvo, el sudor y la sangre; al que lucha valientemente; al que se equivoca; al que fracasa una y otra vez, porque no hay intento sin error ni fallo; al que realmente se esfuerza por actuar; al que siente grandes entusiasmos; grandes devociones; al que se entrega a una causa digna; al que, en el mejor de los casos, acaba por conocer el triunfo inherente a un gran logro, y del que, en el peor de los casos, si fracasa, al menos habrá fracasado tras haberse atrevido a arriesgarse con todas sus fuerzas…”
El anterior es un fragmento del discurso que Theodore Roosevelt dio en La Sorbona de París, el 23 de abril de 1910, conocido como “El hombre en el ruedo”. Y es precisamente este fragmento el que lo hizo famoso.
La dignidad interior
Qué sabias son las palabras de Roosevelt. Hay maneras de vivir y maneras de vivir. Hay quien se arriesga y se lanza al ruedo y hay quienes prefieren ver la vida cómodamente sentados. Estos últimos son los críticos, los que juzgan sin mancharse la cara.
Desde el momento en que nos levantamos hasta que nos acostamos somos maestros de vida. Si bien es cierto que creemos conocer a las personas durante los eventos de la vida cotidiana, el conocimiento real, auténtico y profundo se nos revela ante su conducta dentro del ruedo, es decir frente a los retos y la adversidad. No hay duda.
Cuánto admiro a las personas que frente a una prueba tan grande como es una enfermedad seria, por ejemplo, en lugar de la queja, eligen la aceptación, la dignidad y la sonrisa, ante la admiración de quienes las observamos. Ese tipo de dignidad interior lo podemos encontrar también en el campesino que a diario se levanta para trabajar la tierra, o en la madre soltera que día a día se parte en diez con entereza y alegría.
La dignidad hace resonar esas fibras internas no negociables que vibran ante una situación límite. La dignidad interior –el secreto de muchos a quienes admiramos– es la que nos hace lanzarnos al ruedo, luchar y enfrentar cualquier reto con la cara en alto.
Hay quienes nacen con esta fortaleza y son capaces de mantener la compostura de manera natural ante desafíos importantes; otros cuya fe los mantiene de pie y aquellos que se definen por la resiliencia, la determinación y la voluntad de poder.
La dignidad interior se gana y nos eleva a planos en los que los elementos de nuestra vida toman otra perspectiva y otro camino, nos brinda posibilidades de transformación real.
Si bien todos tenemos una dosis de dignidad, ésta se tiene que ejercitar en los momentos en los que la existencia parece estar acomodada, para aferrarnos a ella cuando la vida nos lance al ruedo sin previo aviso y nos toque vivir situaciones en las que el estrés, los desengaños, las decepciones o la enfermedad nos tambaleen. Cuando los retos de la vida aparecen, es el momento menos adecuado para aprender a lidiar con ellos.
La dignidad no es algo que se pone y se quita, se vive. Es por eso que conviene buscar el silencio, la respiración profunda y el contacto con nuestro interior para crear una rutina que fortalezca el espíritu.
Recuerda: “No es el hombre crítico el que importa… El mérito es del hombre que está en el ruedo”, del que “se atrevió a arriesgarse con todas sus fuerzas […] eso es lo que ante los ojos del mundo y de sí mismo lo vuelve digno”.