Muerte en vida

“He sufrido violencia psicológica y emocional desde hace 28 años, mi matrimonio es un encierro. No me permiten salir sola a la calle ni platicar con alguien. Es un infierno. No pude ejercer mi profesión. Tengo todas las enfermedades del mundo, entre ellas presión alta y colitis, y ni hablar del sistema nervioso: padezco angustia, depresión y ansiedad. Ahora tengo 47 años y mi cuerpo me está cobrando factura, no puedo más. Sé que nadie me puede ayudar si no soy yo quien da el paso.”

Si definimos la muerte como la extinción de la vida, podemos concluir que la vida de Laura es peor que la muerte en sí: muerta en vida. Te invito, querido lector, a que por unos segundos trates de entender qué significa esto, y después te preguntes cómo te sentirías si tú —hombre o mujer— fueras víctima de violencia física o sexual, si vivieras como Laura describe. O bien, ¿cómo reaccionarías si esta historia la escucharas en labios de una hermana o una hija? Te aseguro que en ti surgirían coraje, indignación y dolor que te llevarían a reaccionar y a levantar la voz.

No reduzcamos el tema a las estadísticas o los datos duros que leemos de manera distante en los periódicos, como si fuera algo que no nos incumbe. ¡Sí nos incumbe!

Una parte de lo preocupante es que no nos preocupa. Como país, estamos en un punto en el que nos hemos acostumbrado a la violencia, proceda de donde proceda. Pero, ¿hasta dónde y hasta cuándo lo permitiremos? Estamos sumergidos en la famosa “sopa de rana”, ¿nos damos cuenta?